A través del autoengaño nos convertimos en nuestros peores enemigos, convocando oscuridades ajenas, esas que acuden como alimañas cuando huelen lo débil o lo inerme.

Nos engañan allí donde nos autoengañamos, creando puntos ciegos por los que la lucidez no puede traspasar.

Si nos mentimos, dependemos de la «verdad» de otros para guiarnos, no confiamos en lo que vemos y sentimos, ni generamos esperanza e ilusiones renovadas.

Obviamente, la gran maldad y perversión habita en el verdugo que, en su sádica escala de valores, ve a su víctima como un objeto al que usar y aniquilar.

Desde una posición ilusa de prepotencia criminal, éste cultiva un pensamiento distorsionado en el que se ensalza como un dios, dueño de la vida y la muerte de su esclava.

El machismo, consecuencia de una norma patriarcal, actúa de esta nefasta manera, torturando y asesinando a las que cree súbditas y a su servicio: las mujeres.

El hombre machista parte de profundos miedos e inseguridades, de un complejo de inferioridad de tal magnitud, que necesita destruir para no sentirse amenazado.

En su miseria depredadora vive una absoluta incapacidad para establecer relaciones igualitarias y empáticas.

Se siente con tan poco valor que, para compensarlo, realiza actos despóticos y criminales que interpreta como poderosos.

El hombre machista que mata a una mujer, o a una mujer y sus hijos, no tiene recuperación posible, no es digno habitante de este planeta, y no merece ni el respeto ni la compasión de nadie.

La tolerancia frente a los intolerantes es un ejercicio inútil y peligroso de una estupidez infinita.

Es evidente que si las leyes, en su mayoría, son elaboradas por
hombres, esperar que entreguen sus privilegios para construir un mundo más ecuánime, es algo irreal que nunca va a suceder.

Por otra parte, observamos el dantesco espectáculo que representan las mujeres acólitas del peor machismo,
aquellas que lo justifican y hasta defienden, tan víctimas y cómplices como cretinas, reforzando la violencia con ello.

La resolución de este sanguinario conflicto, ha de pasar por el acceso femenino a puestos de poder político y social con mujeres progresistas y ecuánimes.

Educar en la sanación de la autoestima, dańada y herida milenariamente, es rescatar del victimismo y la pasividad.

Nadie que posea autoestima se instala en la queja ni es una plañidera esperando que aparezca la magia de un príncipe azul salvador.

En esta vida hay que luchar con vehemencia por aquello que es de justicia.

Las palabras ayudan en la medida que invitan a la reflexión y al cambio de creencias.

Pero las actitudes diarias son, junto con la acción y la firmeza, las que terminan por darle la vuelta a una situación.

Sin perder de vista la meta, cada una de nosotras tiene la responsabilidad irrenunciable de confrontar su entorno en cada jornada, sin miedo a falsas pérdidas.

Si «tener» a otra persona significa vivir con su bota sobre nuestro cuello, nos estamos perdiendo a nosotras mismas en derivas que debilitan.

Debemos reinterpretar lo que es el amor, la pareja, la soledad y muchas cosas más.
Crear modelos sanos que nos hagan sentir bien y crecer interiormente.

Vivir con nuestros irrepetibles y conscientes valores, no con los de nuestro enemigo.

Solamente de esa forma reverdecerá el amor auténtico que cuida, la soledad como una elección para sembrar paz interior, el poder de elegir asumiendo consecuencias.

En definitiva, la madurez suficiente que sostenga una vida propia e íntegra.

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