La vuelta de las vacaciones significa la vuelta al trabajo, de la índole que sea. La depresión, la desesperación, la machacona rutina. Pero también la prueba de que trabajas. Porque irse de vacaciones sin trabajo es como el que se encuentra las entradas para ver un concierto: lo disfrutas pero sabes que no lo mereces.

Si pudiéramos diseccionar la vida como el que disecciona una rana en un laboratorio, o dividirla como se divide un soneto, seguramente no sería por años, ni meses, ni estanques como infancia, adolescencia, etc. Seguramente la vida quedaría bien dividida en lo que va de unas vacaciones a otras. Esos períodos que se convierten en el quiero y no puedo ser, en el traslado de unas rutinas al borde del mar o de una ciudad lejana y extraordinaria. Lugares donde iré a comer, a bañarme o a consumir cultura: museos, espectáculos, la orquesta Paradise. Misma rutina en distinto contexto. Distintas cosas apuntadas de la misma manera.

Parece como si las vacaciones fueran nuestro momento de ser otro pero nuestra naturaleza se resistiera al cambio. Por eso puede que hagamos más, gastemos más o trasnochemos más, pero siempre sobre el mismo esquema. Esto nos lleva a que, en muchos momentos, sintamos frustración porque las vacaciones se acaban y no has realizado aún ese sueño que tienes, esa destreza que desarrollar, no sé, aprender a pescar, o esa novela que siempre piensas escribir.

Sí, parece que las vacaciones sean como una larga nochevieja. Donde hacemos lo de siempre pero más: más droga, más comida, más lujuria, más fotos y más ansiedad por aprovechar el tiempo. El puto tiempo. Tenemos tanta obsesión por perderlo que acabamos añorando el que pasó y queriendo atrapar el venidero. Así, bebemos cerveza en el chiringuito haciendo planes para la comida, comemos pensando en la siesta y paseamos pensando en el gintonic y el encuentro entre sábanas. Picamos entre horas, nos sentimos llenos a la mesa y hacemos la digestión mientras cogemos una ola, conchas, hongos. Hacemos la ruta por el campo con agujetas, nos meamos en el coche y nos quedamos traspuestos cuando se supone que lo teníamos que dar todo.

Las vacaciones son el espejo de lo que queremos ser y no somos y a la vez el amplificador de lo que no queremos ser y somos. Todo se podría resumir en este presumido oxímoron: madrugar en vacaciones. Madrugar para salir de viaje, madrugar para llegar al desayuno del hotel, madrugar para ir a la piscina y cubrir con mi mezquina toalla una tumbona, que es mía ya todo el día, madrugar para coger el autobús que me lleva de excursión a no sé qué monasterio con guía y todo, o el barco que me llevará a la isla tal, o el jeep que atravesará algo de desierto.

Madrugar en vacaciones, intentar asir el tiempo en un reloj trucado, entrar a destiempo en el placer, adecuarse a un ritmo marcado, otro, igual, al que nos marcan en los otros tiempos, los del trabajo y la obligación. Ponerse la alarma en vacaciones es como cantar el gol del equipo contrario, vomitar la mariscada antes de levantarse de la mesa o besar a la novia del cantante.

Madrugar, eso sí, te ayuda a hacer muchas cosas, de esas que pones en una lista y que luego relatas a la vuelta, a tus compañeros, con un café de esos de máquina y vasito de plástico, meneado con esa cucharita que en realidad es un palito de plástico. La gente madruga, dice, para “aprovechar el tiempo”. Y se entrega a devorar actividades como símbolo de esa utilidad. Una especie de gymkana del ocio cuyo precio son tres horas de sueño y cuyos trofeos los irás acumulando a base de fugaces recuerdos, destellos de una felicidad que quizá no deseaste.

Y ahora te vuelves a incorporar al trabajo, a la depresión, la desesperación, la machacona rutina. Y exhibes tus galones de buen vacacionalista. Y mueves ese café, y miras por la ventana y algo, dentro de ti, sabe lo que pasó: pasó el tiempo a deshoras. Malditas vacaciones.

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Próximas actuaciones de David César
VIERNES 1 DE SEPTIEMBRE 23:00
TEATRO ARLEQUÍN GRAN VÍA
«2 CÓMICOS Y MEDIO: SINGLES & HEAVIES»
 
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