Cada mañana, en cada certamen del improperio radiofónico, en las cabeceras y en los artículos sin fondo de la prensa escrita, en cada telediario insolvente o en los nocturnales televisivos de la mala ventura: Madrid y su alcaldesa, Madrid y la Gran Vía, Madrid y las matrículas pares, los residuos callejeros –rubish, rubish… grita Esperanza a su camarógrafo personal–, el Madrid del edifico España –cuánta capitalidad…– y por supuesto la Cabalgata de Reyes, sí, porque hasta los festejos más inocentes hay que atocinarlos con esta cansina vinagreta madrileña. Madrid, sólo Madrid, mucho Madrid. Como si más allá de las radiales sólo hubiera autopistas vacías y zonas de repostaje para el camino de vuelta.

¿Qué espacio va quedando en los medios nacionales para el resto de España? Apenas crónicas de tribunales, sucesos y presidentes de Comunidad hablando en clave nacional. Lambán, García-Page, Fernández Vara, Susana Díaz… Cuanto más se enfocan Madrid más borrosa nos resulta su gestión.

Y en el reverso queda Puigdemont, pero eso es otra historia…

Cuanto escuece la villa y corte, que diría alguien del foro. Porque Madrid fue, sin duda, uno de los grandes proyectos del Aznarato. Un Madrid hiperbólico, amplificado por el entramado del AVE, que alargaba sus tentáculos hasta Toledo, Guadalajara, Segovia o Ávila. El sueño de una megalópolis centralizadora, regente como una capital latinoamericana. Las Tablas, Sanchinarro, los Ensanches… Y también el sueño olímpico, truncado hasta el hartazgo y con intolerancia a la lactosa por aquello del café con leche. No me olvido de Eurovegas, proyecto que pretendía pasar por encima incluso de nuestra legislación sanitaria e impositiva, como una base de Rota del mundo de las apuestas –ya nos veíamos vestidos de croupiers–; aquél fue otro sueño que también se quedó por el camino.

Madrid y su extensión portuaria en Valencia, conectadas por esa cleptocracia de la Gurtel. Un Madrid para patrimonializar la idea de España, por encima de toda diversidad plurinacional, con la bandera incluso sobre el dorsal de CR7 o de Sergio Ramos, para que le quedara bien claro al personal.

Es decir, que la cosa viene de largo…

Pero vayamos un momento al plano autonómico.

La España de las autonomías fue rentable, en términos redistributivos, mientras llegaban Fondos Europeos a nuestras arcas. 120.000 millones de euros que dejaron de repartirse entre las autonomías, coincidiendo precisamente con el inicio de la crisis, en 2007. Ahora, sin embargo, la función autonómica queda reducida a la gestión del desastre. Una vez transferidas las competencias, quedan igualmente transferidas las responsabilidades políticas. En materia sanitaria, por ejemplo, queda en manos de la cada Comunidad Autónoma la difícil decisión de elegir la fórmula de recorte para la continuidad y pervivencia del sistema: los procesos de privatización, la externalizaciones, copagos o hasta la reducción asistencial. El gobierno central, entretanto, seguirá a lo suyo: establecerá el techo de gasto y amenazará -o consumará- sus sanciones; importa poco que al frente del ministerio estuviera la ministra a título lucrativo Ana Mato, o bien la actual responsable de la cartera de sanidad, Dolors Montserrat, más conocida por sus relaciones con el fisco que por una gestión contrastada de los servicios públicos. Su especialidad profesional –creo que no está de más apuntarlo– es el derecho urbanístico e inmobiliario.

La cansina politización del los asuntos madrileños más triviales y su desmesurada cobertura mediática es también un modo de apadrinar –por la vía del silencio– esa gestión del desastre en las Comunidades Autónomas. Hay pactos que se consuman por la vía de la abstención y otros que se perpetran por la vía del silencio. Los Reyes Magos de Carmena, por ejemplo, han tenido más preponderancia nacional que el proyecto de almacenamiento de gas natural en Doñana. Y esto es sólo un ejemplo.

Y ya que hablamos de comunidades, ¿dónde quedó Ángel Gabilondo? Lo pregunto con metafísico respeto. Al menos no contribuye tanto al ruido, eso sí, pero se le ve discrepar poco. Hay que elevar mucho el tono para hacerse oír en este Madrid cada vez más neurótico, acaparador y –en mi humilde opinión– más excluyente por culpa de sus voceros. Sin embargo, para desconsuelo de los promotores de este madrileñismo copernicano, creo que cada vez goza de mayor descrédito este polvorín orquestado ante la menor menudencia.

No todos los españoles somos amantes de la casquería, qué quieren que les diga…

 

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