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Luis Medina, el turbio asunto de las mascarillas y la decadencia de los grandes de España

El heredero del duque de Feria saca su lado más chulesco mientras Anticorrupción investiga si se ha enriquecido con la venta de material sanitario al Ayuntamiento de Madrid en lo peor de la pandemia

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análisis

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Unidas Podemos llevará al Congreso de los Diputados una iniciativa legislativa para retirarle el título nobiliario a los grandes de España que sean cazados en golferías, renuncios y escándalos de todo tipo. La medida va directamente dirigida contra los dos empresarios que supuestamente intentaron lucrarse con la venta de mascarillas en lo peor de la pandemia, sobre todo contra Luis Medina, hijo de Naty Abascal y Rafael Medina, aquel duque de Feria que se hizo tristemente célebre a finales de los noventa tras ser procesado por pedófilo. La maldición de la dinastía retorna con fuerza.

En los últimos días, Luis Medina se ha puesto muy flamenco con los fiscales de Anticorrupción que andan hurgando en su patrimonio personal y se ha despachado a gusto con declaraciones poco apropiadas para alguien que se encuentra en su delicada situación judicial. “En la Fiscalía son todos de izquierdas”, dice sintiéndose víctima de un complot bolchevique. “Yo me gasto mi dinero en lo que me da la gana”, añade con arrogancia. Es la chulería típica del señorito que se siente impune, intocable, por encima del bien y del mal.

Uno cree que ya tardábamos en llevar a las Cortes una ley para poner en su sitio a estos personajillos de la biuti que se creen, no ya condes, duques y barones, sino los reyes del mambo. Gente que vive del papel couché, del mundo rosa y del sarao nocturno televisivo. Gente que de cuando en cuando salta a las primeras páginas de los periódicos por llevárselo muerto. Ya está bien, hombre. España nunca pudo hacer la debida revolución ilustrada y liberal precisamente por culpa de esa nobleza improductiva y estéril, de esos hidalgos de la farsa y la mentira, de esas camarillas de palacio que no van precisamente despacio, sino más bien deprisa y corriendo, trepando a toda pastilla, medrando y prosperando en la vida mientras el pueblo pasa hambre, penalidades, enfermedad y sufrimiento.

Feijóo, en una afirmación poco afortunada por excesivamente condescendiente con los investigados, ha llegado a llamarlos “pillos de la pandemia”, pero para nada son pícaros en el sentido literario o castizo. La picaresca era un modo legítimo de vida al que recurrían las clases bajas y plebeyas de nuestro Siglo de Oro, que en realidad fue un Siglo de Mierda. Medina y su socio Alberto Luceño no son pillos ni Carpantas que trataban de buscarse la vida y de sacarse un mendrugo de pan como hace todo español honrado en medio de esta maldita crisis, sino emprendedores que vieron buenas oportunidades de negocio con la desgracia, comisionistas de la muerte, desalmados que han estado haciendo vil metal gracias al virus y al dolor de un país. Pocos casos de corrupción tan nauseabundos como este, pocos titulares tan tristes, lo cual ya es decir teniendo en cuenta que vivimos en un país rico y fértil en escándalos, que es que salimos a corrupto diario.

Cuando Feijóo emplea el adjetivo benevolente de “pillos de la pandemia” lo hace conscientemente para quitarle hierro a un asunto que, por lo siniestro y macabro, hace perder la confianza en el género humano. Al líder del PP los Medina y compañía no le parecen seres abyectos dignos del mayor de los desprecios, sino simpáticos bribones, astutos golfillos, granujillas de una comedia casposa de Pajares y Esteso con la que echarse una tarde de risas. Sin embargo, lo que estamos viendo estos días es lo peor que ha dado la historia de este país: gente llenándose los bolsillos, sacando tajada y construyendo su imperio de inmoralidad mientras los españoles terminaban en los hospitales y tanatorios. Por esa razón, ya no sabemos qué es más estremecedor, que haya monstruos de esa guisa sueltos por el mundo o políticos capaces de indultarlos y de ver en ellos a unos graciosos tunantes que no hacían daño a nadie con sus pequeñas monstruosidades. ¿Y tanta ignominia solo por unos cuantos coches, un yate, unos Rolex y unas vacaciones en Marbella? Poca chatarra para tanta indecencia.

Fiscalía apunta a que Medina se aprovechó de su condición de “personaje conocido en la vida pública y su amistad con un familiar del alcalde de Madrid” para quedarse con el negocio de las mascarillas. Martínez-Almeida niega cualquier acusación. Díaz Ayuso, enfangada hasta las trancas con los contratos del Hermanísimo, lo atribuye todo a un montaje de la izquierda podemita. Y mientras tanto, la Audiencia Nacional vuelve a condenar por tercera vez al PP en el caso Gürtel. Esto es la decadencia total, esto es la degeneración política y moral de un partido que se ha convertido en agencia de contratación de familiares y amigachos al mejor postor.

El juancarlismo del 78 nos vendió la moto de que esta democracia sería distinta, igualitaria, limpia de cortesanos y palaciegos, pero al final vivimos la profunda decepción de que aquí siempre trincan los mismos, la misma nobleza parasitada con la monarquía, los mismos infanzones del cortijo reciclados en brókers de guante blanco para dar el pelotazo a gran escala. Trastámaras de sangre degenerada y enloquecida por siglos de hemofílica codicia. Siguen estando ahí, las manos muertas, las clases ociosas que deambulan por el coto de caza disparando a las cuatro liebres raquíticas que quedan ya, la casta de los apellidos larguísimos como cansinas letanías. Hoy venden un perfume en la televisión, mañana unos azulejos, una cuadra de caballos o unas mascarillas a precio de oro. Lo que se tercie con tal de no pegar un palo al agua. Ya no se casan con príncipes o princesas, sino con toreros, folclóricas y miarmas, que eso da más cuento y exclusiva. Pero son los mismos de toda la vida; los mismos que, cuando llegó la democracia, sacaron la calderilla de España, a espuertas, por miedo a la Tercera República; los mismos del pañuelo en la solapa, la gomina en el pelo y el traje perfumado que siguen robando al patriótico grito de “viva España, viva el rey”. Duques de una feria jovial, secular, para su goce exclusivo mientras el pueblo hambriento mira, envidia y calla. Hace tiempo que Sánchez debería haberle quitado el título al noble pillado in fraganti y en corruptelas varias. Pero este hombre siempre se deja lo importante para el final. Podemos lo reclama ahora. Ya era hora.

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