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Luis Landero a la luz de la lumbre

‘El huerto de Emerson’ recoge el testigo de ‘El balcón en invierno’ para recorrer episodios personales de su infancia que marcan su pasión por la literatura para desembocar en un trato exquisito con la palabra

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análisis

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Tiene la magia de esos gurús que nos invitaban al resto de los mortales en la noche de los tiempos a acercarnos al fuego, a entrecruzar las piernas, sentarnos en corro y esperar a que comenzara a contar una historia, la que fuera, sobre el tema que fuese, sin importar los protagonistas. El viaje era inacabable, inabarcable, inolvidable. Así es la literatura de Luis Landero (Alburquerque, Badajoz, 1948), poseedora innegable de ese imán que atrapa la atención del lector como aquellos oradores inmemoriales que iban de pueblo en pueblo narrando las hazañas de héroes atemporales.

Porque el autor de Juegos de la edad tardía, El guitarrista o su última y aclamada novela Lluvia fina, vuelve, como ya hiciera en El balcón en invierno, a trazar y atravesar, con éxito sin duda, ese hilo imperceptible que existe entre memoria y fantasía. Ese niño que nació y vivió sus primeros años en un pueblo de la Extremadura profunda en los años grises del franquismo para después buscar su tierra de promisión en la capital del reino es hoy por hoy uno de los pilares fundamentales de la literatura española sin duda alguna, y libros como El huerto de Emerson vienen a certificarlo con creces. Porque aquí encontramos al mejor Landero, a ese escritor que embelesa, que nos coge de la mano y nos lleva a un mundo de recuerdos y situaciones variopintas que marcaron al que hoy es un escritor mayúsculo.

Esa misma capacidad de quedar absorto en la infancia es la que mantiene viva, tantos años después, para contarnos con una maestría asombrosa el encanto del proceso de escritura con un estilo narrativo tan depurado y perfeccionista como emotivo y cercano

En cierto modo, Landero sigue siendo aún aquel niño inocente que miraba su realidad circundante con ojos de asombro y sabía guardar aquellos recuerdos para, posteriormente, saber y querer transmitirlos de una forma bellísima en forma de literatura. Eso es El huerto de Emerson. Esa misma capacidad de quedar absorto en la infancia es la que mantiene viva, tantos años después, para contarnos con una maestría asombrosa el encanto del proceso de escritura con un estilo narrativo tan depurado y perfeccionista como emotivo y cercano. No es fácil esta cuadratura del círculo, pero Landero es mucho Landero.

“Personalmente, a veces pienso que no he superado el drama de dejar de ser niño, y que todo lo que hago lleva la marca de una infancia prolongada en secreto. Lo demás, la literatura, la guitarra, la enseñanza, el obligado amor son cosas que he ido encontrando en el camino, tributos y servidumbres impuestos por la madurez. Pero mi mundo es otro, mi emoción y mi fantasía brotan de un escondido manantial que sólo yo me sé, mi verdadero tiempo de plenitud y de alegría ya pasó.” Una bella y sincera declaración de intenciones registrada en este maravilloso libro al que nada más se le puede añadir, salvo aplaudir y dejar que nos siga contando andanzas cogidos de la mano a la luz de la lumbre.

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