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Luis Enrique prepara marionetas, no jugadores de fútbol

El entrenador podría ser destituido en las próximas horas tras el fracaso de la Selección en el Mundial de Catar

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análisis

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Tras el fiasco de la Selección Española en Catar, este es el artículo deportivo que jamás escribiría Mariano Rajoy. En sus columnas mundialistas, el ex presidente del Gobierno se ha destapado como un columnista soso, poco analítico, corto en extensión y en ideas. Pero lo peor de todo es que siempre quiere quedar bien con todos y eso es lo último que debe hacer alguien que se sienta a escribir una columna de análisis u opinión. “No, no voy a reprochar nada a nadie porque no es mi papel ni me parece procedente hacerlo. Además, estoy seguro de que habrá una legión de voluntarios para hacerlo”, escribe el registrador gallego en su última pieza para El Debate bajo el anodino título Ha sido una pena.

¿Pero, cómo que no hay nada que reprochar, don Mariano? ¿Cómo que no es momento de pedir responsabilidades por el ridículo futbolístico más espantoso desde aquel bochornoso Mundial 82 celebrado en nuestro país? La eliminación ante Marruecos (el vecino pobre de España) solo tiene un culpable y ese es Luis Enrique. Ha llegado la hora de bajar de los altares al entrenador-divo, someterlo a la crítica necesaria que la prensa deportiva, en la línea marianista, decidió no hacerle ni antes ni durante el campeonato (por cierto, jamás un seleccionador nacional gozó de un trato tan exquisito de los periodistas) y poner al míster asturiano en el lugar de la historia que le corresponde.

Para empezar, el seleccionador no llevó al Mundial a los mejores jugadores de este país, reclutó a un grupo de futbolistas juveniles sin apenas experiencia, adolescentes callados y tímidos que no le pondrían ninguna pega a lo largo de la competición. Sabía que todos ellos acatarían sus órdenes sin rechistar, que ejecutarían hasta sus últimas consecuencias el “tiki taka” (el “tiki nada”, según dicen los tabloides marroquíes haciendo befa y mofa con la derrota de los españoles) y que la concentración sería una balsa de aceite. No llevó a tíos con pelos en las piernas y el culo pelado como Sergio Ramos, Iago Aspas o el Panda Borja Iglesias no porque le cayeran mal, sino porque sabía que tendría que lidiar con legionarios, no con críos.

Limpio el patio de futbolistas que pudieran rebatirle el manual de su aburrido y anacrónico fútbol-control, Luis Enrique se dispuso a dar su propio golpe de Estado catarí. En un alarde de arrogancia mouriñista, se autoproclamó “líder de la Selección”, toda una declaración de intenciones que marcaba el estilo egocéntrico del entrenador y que condenaba a nuestros chicos a un papel secundario como meros obreros de la pelota. Lógicamente, la dictadura “luisenriquista”, como todas las demás, necesitaba de un aparato de propaganda al margen del periodismo crítico para difundir sus ideologías futboleras pseudocruifistas y sus ocurrencias de pequeño dictador, y fue así como se hizo streamer y montó su propio canal de Twitch. ¿A quién le importaba que fuese capaz de comerse seis huevos al día, si dormía en pijama o desnudo o practicaba dos horas de bicicleta al día? A unos cuantos insomnes que no tenían que levantarse temprano para ir a trabajar al día siguiente. Sus sesiones maratonianas delante de la pantalla del ordenador fueron lo más parecido al Aló Presidente de Hugo Chávez, pero él, una vez más, se sintió la vedete del equipo. Pudo dedicar aquel valioso tiempo, todas aquellas horas perdidas en las redes sociales, a preparar el partido contra Marruecos. No lo hizo, y en otro ataque de divismo incontrolado se atrevió a soltar ante los periodistas que el resultado de los partidos no le importaba lo más mínimo.

Desde el mismo momento en que la estrella del show era el entrenador y los demás le idolatraban, bailaban a su son y le reían las gracias, la Selección Española estaba condenada al desastre. ¿Acaso iba a salir él del banquillo a marcar los goles que hiciesen falta? El fútbol es una conexión emocional de los jugadores con su público. El entrenador debe quedar en un segundo plano, como un eficaz director de orquesta en la sombra. El mejor entrenador es ese vejete tripudo y diplomático que controla las sesiones preparatorias con las manos atrás, que explica a sus muchachos las cuatro reglas y tácticas de siempre (en el fútbol hace tiempo que está todo inventado), que echa a sus pupilos una buena arenga motivacional antes de los partidos y pare usted de contar. Al igual que el rey reina, pero no gobierna, el entrenador entrena, pero no es protagonista de nada. Nuestros mejores entrenadores, los que nos llevaron a la gloria –San Luis Aragonés que está en los cielos y San Vicente Del Bosque marqués del buen gusto–, sacaron lo mejor de sus jugadores dándoles libertad, no metiéndoles con calzador la teoría, un estilo de obligado cumplimiento que constriñe al jugador como un Código Penal y unas normas que aplastan la creatividad y la capacidad de improvisación, dos elementos esenciales del buen fútbol.

Lo que se vio en el partido de octavos frente a Marruecos que separaba la frontera entre el ridículo deportivo y la entrada en el selecto club de los mejores ocho equipos del mundo lo recordaremos con tristeza: un grupo de chavales con mucho talento innato pero presionados por la figura omnipresente de su entrenador; once reclutas despojados de alma y personalidad a los que su mariscal de campo había abducido tras contarles que lo importante del fútbol es el pase (sobar mil veces la pelota) y no el gol, quintaesencia de este deporte; unos tiradores de penaltis temblorosos como flanes tras haber sido inoculados con el virus cobarde de su amarrategui entrenador. Con miedo al error y a que el enemigo le pille a uno por la espalda, con pánico a arriesgar en cada momento, con temor a sufrir la represalia del superior jerárquico por haber incumplido sus órdenes, es imposible ganar no solo un partido de fútbol, sino la batalla misma de la vida.

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