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LUIS ARTERO, el muy difícil arte de acabar bien

“Siempre fue una persona excepcional”

Javier Puebla
Javier Pueblahttp://www.javierpuebla.com
Cineasta, escritor, columnista y viajero. Galardonado con diversos premios, tanto en prosa como en poesía. Es el primer escritor en la historia de la literatura en haber escrito un cuento al día durante un año, El año del cazador, 365 relatos que encierran una novela dentro.
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análisis

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El pensamiento me cruza por la cabeza como una revelación. Es evidente que Luis Artero, el casi abuelo de mi hijo Max, siempre fue una persona excepcional. Estoy en el cementerio de San Isidro. Es domingo, son las ocho de la mañana y el cementerio está cerrado para el mundo. Para el mundo sí, pero no para Luis Artero. Hay cuatro hombres con sogas bajando al nicho un ataúd que es una preciosidad, que llama la atención: la calidad de la madera, el mimo del acabado, el Cristo de metal clavado sobre la tapa. Todo eso lo ha dejado planificado él; lo de que abran el cementerio sólo para nosotros quizá también, pero eso no lo sé. Es muy impresionante estar allí. Los pequeños gestos de quienes más le querían: sus hijos, sus nietos, sobrinos, amigos y su mujer, sobre todo su mujer: Montse. Tenía noventa y seis años, los había cumplido el pasado catorce de abril.

Desconozco, y prefiero no preguntar, la edad que tenía Luis Artero cuando salió del pueblo donde había nacido, Huercal-Overa, prácticamente sin nada, sin siquiera unos zapatos de mínima calidad; pero era un chaval. Me lo imagino… cierro los ojos y lo veo: subiéndose a un tren, con el corazón un poco encogido pues estaba abandonando para siempre el único lugar del mundo que realmente conocía, pero al mismo tiempo brillando como un diamante que acaba de salir de la mina y brilla, deslumbrante y deslumbrado, al sentir sobre su dureza de cristal la luz del mundo; sin ningún miedo. No hay nada más duro que un diamante, no hay nadie más duro que Luis Artero cuando está en ese tren y Huercal-Overa comienza a convertirse en pasado.

Llegó a ser un miembro importante de la sociedad: subdirector general imprescidible en la cúpula de Banesto, se casó con la mujer que más le gustaba del mundo, catalana y exquisita, que le trató siempre, hasta el último momento como si fuese el mismísimo ombligo del universo. Tuvo hijos: dos, ambos triunfadores, un hijo político -mi hermano- que lo adoraba, seis nietos, y hasta un casi nieto, como he dicho al comenzar el artículo, que le llamaba abuelo Luis, porque así le llamaban todos sus primos.

Pero lo más grande de Luis Artero es que tenía una relación maravillosa consigo mismo: se quería y se sabía cuidar. No hay relación más importante en la vida que la que tenemos con nosotros mismos. La de Luis era genial; tengo la certeza que en ninguno de sus días faltó al menos un momento de aventura y disfrute, contento y agradecimiento por haber nacido. Bastaba ver cualquiera de los autorretratos que se hacía en cuanto los móviles nos permitieron hacerlos, para comprender que fue así.

Dios, él era creyente y practicante, le dio una inteligencia privilegiada y le permitió mantenerla hasta el final. Es también evidente que Dios le quería, y por eso le regaló el mejor final de camino que pueda recibir nadie. Se fue sin dolor, sedado y en un hospital, sin molestar a nadie, llevándose en el corazón la mirada de amor de todos los suyos.

Cuando nos fuimos del camposanto, el domingo quince de mayo al filo de las diez de la mañana, volvieron a cerrar el cementerio. Luis Artero descansando en su ataúd maravilloso. Para siempre. Y en paz.

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