Londres es una ciudad fría, lluviosa, en la que si pierdes brillo te difuminas en la niebla. Dejas de ser alguien. El hombre, a sus sesenta años, con achaques, pero entero, no quiere luchar dentro de la jungla que es su casa, el gran banco de las subprime. Él es un máster del Universo, pero a sus años hay que cambiar de plan. Volver a Madrid es una buena cosa, pero los americanos que le deben una cantidad «inmoral» según decía, aplazada hasta que llegase a los 65 años, sólo le ofrecían salidas de segundo nivel, para aguantar hasta los 65. Su prestigio se vería afectado, si aceptaba.

Un día recibió una llamada de un conocido empresario latinoamericano, de origen español, de los muchos que su familia llegó a Nueva España y que salió adelante, como fuese, duro y frío, un jugador de ventaja, tal para cual. El americano sabía lo que eran las guerras corporativas, tensar la cuerda, asustar a todo el mundo, hacer que los políticos tiemblen y balbuceen pidiendo ayuda. También sabía de campañas presidenciales, de acudir en auxilio del ganador, de cobrar favores; en su territorio todo valía y él, él, era el Don.

¿Qué querría el Don?

Se entendieron rápidamente. El hombre de los zapatos ingleses «church», veía al americano como un posible compañero de viaje, habría que tener cuidado con él, pero le podría facilitar la vuelta a casa. Piquito de Oro, así es como le conocían sus viejos compañeros de aventuras, tenía enfrente a un buen orador, pero al que su verbo encendido no le permitía disimular su sed de ambición, de codicia desmedida. El Don era uno de los grandes en su país, su abuelita había advertido a la familia que su nieto, el Don, acabaría con la familia primero —acierto de la abuela- y con los negocios después —en eso la abuela no acertó porque probablemente, ni la abuela estaba preparada para los negocios, ni sabía las prácticas habituales de los hombres de negocios en la América hispana-.

El banquero, delgado, con calculada barba de dos días, mirada de acero detrás de las gafitas redondas, locuaz hasta la náusea, había recibido del Don el encargo de derribar al Presidente de un banco español. Piquito de Oro, como conocían al banquero sus compañeros, se lo pensó dos veces.

El hombrecillo, primeramente, se acercó al Presidente, midió el terreno y oteó el entorno y valoró las dificultades. Pero tras la maniobra del banco en los primeros meses del complicado año del Brexit, el hombrecillo de las gafas redondas le dijo al inversor de allende los mares que sólo cabía derribar al Presidente si la maniobra se completaba con el control del Banco a bajo precio y el posterior pelotazo. Piquito de Oro había conseguido excitar al iracundo Don, su labia no le había fallado.

 

El taimado Don hizo su parte, el banquero esperaba noticias, se movía por su parte. A la vez, su banco de inversión espoleaba a los inversores contra el viejo banco español. Los grandes fondos especulativos eran clientes del hombrecillo, especialmente uno, fundado por el dúo Paul y lan, con sede en Londres, dónde Piquito de Oro los visitó. Una vez que el latinoamericano, con ayudas de una alegre pandilla de frívolos consejeros, pudo echar al Presidente, convenció a otros cuantos incautos consejeros que la mejor alternativa era el hombrecillo de las gafas redondas, locuacidad desusada y mal hablado.

Qué fácil había sido, el Don que era listo pensó, en un país sin gobierno y en un supervisor de los mercados sin jefe, será fácil.

El máster del Universo llegó a Madrid, como la vieja estrella deportiva que vuelve a España, después de un periplo victorioso. El hombrecillo de las gafas redondas no advirtió que esa era una historia propia de otra España, arcaica. Él se convenció de que venía a jugar a una liga menor, como los futbolistas que deciden acabar su carrera en China o en los Emiratos; mucho dinero a cambio de una faena de aliño. No se daba cuenta, o no quería darse cuenta, que entraba en una liga mayor, dirigiendo uno de los grandes, con todas las miradas sobre él. Además, cometió un error más en su cadena de fallos: tenía que engañar a mucha gente; utilizaría la fórmula de los que se creen ganadores frente a los tontos, él siempre diría «la verdad», su verdad y, por tanto, la verdad que el iba a predicar iba a llevar a los consejeros e inversores a creer que lo que el hombrecillo de las gafas de pasta iba a hacer, era lo adecuado, la única solución posible: bajar el valor del Banco para venderlo barato o para dárselo a unos inversores de allende los mares a precio de saldo, esa era la única verdad. Para todos los posibles beneficiarios de su actuación temeraria, las malas noticias sobre el Banco eran buenas noticias, o eso creían.

Para allanar su llegada le dijo al Don que, aunque los accionistas principales no verían su llegada con buenos ojos, por su ganada fama de liquidador, algunos de ellos le debían lo que eran. El sherry no era su bebida preferida, pero le recordó que una de las más influyentes familias del Banco, habían construido su imperio a través de una operación de compra de acciones de sus parientes a los que previamente se les había acojonado para posteriormente venderlas a un comprador al que no le gustaba el jerez, pero sí el pelotazo que podría dar… y allí, también estaba Piquito, eran sus años mozos, el inicio de su carrera fulgurante.

Mucha gente veía al nuevo rey desnudo, un banquero de inversión en un banco comercial, en proceso de transformación, con un patrimonio de 11 mil millones de euros, que era una oportunidad para cualquiera que quisiera gestionarlos, pero que sería un negocio seguro para los que le acompañasen en su operación de hundimiento y entrega a precio de derribo.

De bajar el precio de la acción y acojonar a los inversores, accionistas, supervisores y autoridades ya se encargaría él. Para cerrar el círculo, contrató como asesor a su banco de toda la vida, error imperdonable en un máster del Universo, ¿cómo podía ser su antiguo banco el único capaz de asesorarle de entre todos los bancos de inversión del Mundo, según él?

Nuestro hombrecillo es un hombre agradecido, había conseguido un aplazamiento por parte de su antiguo banco de lo que llamaba una cantidad «inmoral». Se supone que como conocida ONG, la entidad neoyorquina, famosa por las subprime, debió conceder esa gracia al banquero de inversión de las gafas redondas sin contraprestación, y a nuestro hombrecillo se le ocurrió recompensarle encargándoles la venta del Banco, «puto» banco que era una mera herramienta para hacer su dinero. Ahora el banquero se fuma un puro en su finca cordobesa de 7000 hectáreas en la que no se pone el sol y en la que el ruido de los marranos que la pueblan y estercolan, le impide escuchar la ira y el desconsuelo de los afectados a los que les dio un futuro mejor, aunque no le entienden…

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