Los síntomas del final de la Crisis de Régimen a través de la sentencia del Procés y el 10N

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Los acelerados y bruscos acontecimientos sociopolíticos y económicos que estamos viviendo se enmarcan dentro del contexto de la Crisis de Régimen que pone en cuestión los pilares básicos de la Transición (bipartidismo, monarquía, sistema económico y modelo territorial).

Este cuestionamiento del statu quo no es un fenómeno exclusivo y aislado del Estado español pues, también, ha sacudido las estructuras del orbe capitalista hasta dar como resultado, según los territorios, diferentes respuestas. Y, si bien algunas de ellas han tenido cierto cariz progresista, la más habitual ha sido, como era de esperar, la radicalización del viejo neoliberalismo a través de lo que muchos están comenzando a denominar como “nuevo neoliberalismo” (para otros neofascismo).

El “advenimiento” de la nueva etapa está, según las encuestas, a punto de llegar en forma de victoria electoral para los partidos del establishment porque, independientemente de quién obtenga mayor representación, lo que se atisba es una reconciliación parlamentaria entre partidos y un retroceso de las fuerzas políticas que abrieron, con esperanzas renovadoras, este periodo de crisis.

Esta recuperación de espacio electoral, que tan lejos o imposible se veía hasta hace unos años, comenzó a marcar tendencia cuando en el Parlamento de Andalucía irrumpió la ultraderecha. Entonces, las clases medias y trabajadoras, que señalaron como el mayor de sus males al sistema, comenzaron a escenificar su reconciliación con el mismo gracias a la supuesta recuperación económica y renovación política.

Al margen de ello, esta recuperación también se explica a través del fracaso de la estrategia electoralista elegida (consistente en el aprovechamiento de una coyuntura favorable de desprestigio del sistema), para “asaltar los cielos”. Sobre todo porque, en un periodo muy corto de tiempo, han sobrevenido multitud de procesos electorales con legislaturas muy cortas que han dificultado, una efectiva consolidación parlamentaria, así como, la obtención del suficiente margen como para la consolidación de espacios de debate y concienciación que rompiesen con la tendencia atomizadora de la izquierda.

De esta forma, y pese a que hayan sobrevenido situaciones tan determinantes como la sentencia del Procés y una repetición electoral –que bien podría hacer tambalear de nuevo al sistema–, lo que realmente encontramos es que, los mejores preparados para hacer frente a todo ello, son las fuerzas políticas del establishment, quienes, al no encontrar en el espacio público (tanto institucional como social), un debate consolidado o rechazo a la política territorial del Estado, pueden avanzar con suma tranquilidad e incluso (según la dureza del discurso), utilizar al electorado a su antojo. Además, cuentan con la tranquilidad de no existir, desde hace tiempo, frentes o conflictos sociopolíticos coordinados que distraigan y debiliten su fuerza.

Otra muestra del poder del establishment es que, a día de hoy, nada es como fue hasta hace unos meses. Por aquel entonces, se consideraba como un serio problema el acceso de la ultraderecha a las instituciones, aparte de ello, también se decía que la solución a Catalunya partía del diálogo y, hasta se dejaba caer que lo inevitable era, como mínimo, un “gobierno a la portuguesa”. Hoy, sin embargo, la ultraderecha ha sido normalizada por el PP y Ciudadanos, el Psoe de Sánchez ha conseguido que Albert le levante el cordón sanitario y, por último, lo correcto en Catalunya pasa por el estricto acatamiento de la sentencia o la aplicación del 155.

Pero, mientras en el resto del Estado la capacidad de condicionar la política por parte de fuerzas reformistas y transformadoras va en un acelerado retroceso, en Catalunya, el espacio político parecer estar operando en sentido opuesto. Aquí el bloque que representan las denominadas fuerzas soberanistas obtendrán, como mínimo, el mismo resultado de las pasadas elecciones porque, tal y como vienen demostrando desde hace dos semanas, mantienen en la calle y en las instituciones un discurso que parece no haber tocado techo.

Pese a ello, no contarán con las fuerzas necesarias para lograr, al menos a corto plazo, las garantías políticas y jurídicas suficientes como para que el derecho a decidir no sea considerado un delito, sino que, más bien, forme parte de la Constitución. Y no podrá hacerlo porque, como se trata de una cuestión política que requiere de amplias mayorías favorables al cambio en el resto del Estado (Parlamentos autonómicos, Congreso y Senado), las fuerzas políticas y movimientos críticos con el sistema, tal y como marcan las encuestas, no van a lograr ocupar el citado espacio. Con la batalla política perdida en el resto del Estado, la crisis parece quedar reducida o, más bien dicho, aislada a Catalunya y vinculada a la organización territorial.

De forma genérica podemos afirmar que, si el establishment y sus partidos pueden utilizar la sentencia del Procés como arma determinante para ganar las elecciones y, además, apartar del debate de forma efectiva los temas que dieron pie a la crisis (hasta ahora lo habían intentado sin éxito), no tendremos más remedio que empezar a hablar del final de la misma y, al mismo tiempo, de la consolidación de un nuevo neoliberalismo que normalizará todas las reformas políticas y económicas que dieron pie a la crisis de 2008.

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