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Los propalestinos de Hatari, grandes ganadores de Eurovisión

Con su reivindicación del sufrimiento del pueblo palestino, el grupo islandés removió conciencias en Eurovisión

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análisis

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Un escenario faraónico lleno de videopantallas y luces cegadoras que empequeñecía a los cantantes, hasta reducirlos a la insignificancia, anticipaba que la noche no iba a dejar grandes actuaciones. Si para algo sirve Eurovisión es para constatar que la creatividad y el talento escasean en la música de hoy demasiado contaminada por el sintetizador, el trucaje digital y el plagio reiterado de grandes temas del pasado. El concurso ha caído en un pastiche grotesco formado por modelitos de mal gusto, politiqueos descarados entre países y cantantes desafinando sin pudor (lo de Madonna soltando gorgoritos fuera de tono en sus directos de toda la vida ya no tiene remedio). Por no hablar de la performance surrealista de la diva australiana y su coro particular volando por el cosmos en un viaje lisérgico digno de una noche loca de peyote en un desierto mejicano.

Poco, por no decir nada, se salva de un espectáculo decadente, televisivamente anodino y tedioso (solo una gala de los Goya es capaz de aburrir más que tres horas de Eurovisión llenas de horteras vestidos con lentejuelas y canciones ñonas sobre el amor adolescente). Ya ni siquiera despunta aquella joven promesa que sorprendía en las ediciones de antaño y que auguraba una brillante carrera en el futuro.

Capítulo aparte merece la banda Hatari, el grupo de islandeses asilvestrados disfrazados de sadomasoquistas que con su mensaje cachondo-erótico, punki, anticapitalista y provocador ha llegado de aquella fría isla perdida en el Atlántico para remover conciencias entre tanta gazmoñería. Su numerito lúbrico y sus bailarines envueltos en el negro látex y arrastrándose a cuatro patas por el escenario como perras en celo debió escandalizar a más de un padre de familia bien entre París y Moscú y muchos niños eurofans fueron sin duda enviados a la cama en ese preciso instante. No nos hubiese extrañado para nada un tuit de Cayetana Álvarez de Toledo en plan “no te lo perdonaré jamás Eurovisión, jamás”.

A la hora de los votos, los sadomasos islandeses con voces de ultratumba y rostros cadavéricos sacaron unas bufandas palestinas para reivindicar el genocidio en la Franja de Gaza y claro, se lió parda. El director de producción sionista no toleró semejante protesta política, ya que Eurovisión no se creó para pensar ni meditar sobre nada, sino solo como hoguera de vanidades para el hedonismo musical, y la seguridad del festival ordenó a los demacrados islandeses que guardaran las banderas de inmediato.

Ese fue el momentazo de la noche, el único soplo de aire fresco entre tanta cursilería, mediocridad melódica, borrachera de purpurina y banderitas de países que ni siquiera sabemos ubicar en el mapa. Con su escupitazo transmetal e irreverente, los chicos de Hatari llegados de la Islandia nórdica y nihilista que solo produce salmón y novelas negras baratas nos recordaron que cuatro calles más abajo del palacio sionista de Eurovisión los niños palestinos mueren de hambre, frío y misilazos judíos entre las ruinas llenas de ratas de Ramala.

Para entonces, mientras Miki se libraba por los pelos de un cero patatero de todas las cancillerías eurovisivas, las redes sociales ya ardían con la gamberrada de Hatari, un auténtico terremoto televisivo de apenas dos segundos, el tiempo que tardaron los matones de Netanyahu en confiscar las bufandas palestinas de los islandeses. “Dame por favor la bandera de Palestina”, ordenaba el vigilante a los espectrales integrantes de la banda punk, que apenas se inmutaron. “Hay otra ahí, dánosla por favor”, se escuchaba a otra agente israelí, mientras de fondo sonaba la voz de los presentadores que continuaban con la gala como si nada. Han sido “los verdaderos ganadores del certamen”, sentenciaba un conocido tuitero cuando la velada llegaba a su término.

Al final, el festival lo ganó un lánguido joven neerlandés, un tal Duncan Laurence, que al piano logró arrancar unas cuantas lágrimas de cocodrilo entre los sensibloides y entregados eurofans. Su canción, Acarde, ni fu ni fa, pero encajaba como un guante en el estilo naíf de un festival que es capaz de conmocionarse con una balada remilgada mientras un bebé reventado por las bombas israelíes ni siquiera despierta un mínimo escalofrío entre la audiencia. Y es que, cosas de la vida, los fríos zombis islandeses demostraron tener más corazón que los juglares afectadamente románticos de ese concurso cuyo mejor destino es ser clausurado.

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