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Los ofendibles

Odio la ópera

Francisco Silvera
Francisco Silverahttp://www.quenosenada.blogspot.com.es
Escritor y profesor, licenciado en Filosofía por la Universidad de Sevilla y Doctor por la Universidad de Valladolid. He sido gestor cultural, lógicamente frustrado, y soy profesor funcionario de Enseñanza Secundaria, de Filosofía, hasta donde lo permitan los gobiernos actuales.
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análisis

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Yo odio la ópera. Siempre digo esto para epatar al burgués, y añado que la mayor parte de la gente que afirma disfrutarla en realidad no aprecia la música ni conoce el repertorio ni le preocupa indagar en épocas, instrumentos, estéticas, teorías… Suelo poner la guinda defendiendo que Verdi es un hortera y que, aunque dotado compositor de melodías, su música está por debajo de los logros de otros compositores de su época dedicados a la cámara o la orquestación.

Cuando hablo así mis interlocutores me miran con cara de sorpresa o indignación y comienzan a defender sus sopranofilias, yo puedo, con un café o una cerveza en las manos, acabar defendiendo que el único cantante lírico que me interesa es Elvis Costello en sus colaboraciones con aquel Brodsky Quartet del andaluz Michael Thomas o con John Harle (sus cuatro canciones renacentistas inglesas revividas me parecen una de las obras maestras del siglo XX), y explico que no entiendo por qué hay que engolar la voz para cantar partituras hasta el extremo de no ser apenas reconocibles el timbre personal o la letra cantada, y me pregunto cuál es origen de esa vertiente técnica arriesgándome a que mi admiradísimo y queridísimo Alberto García Demestres me dé un sopapo de orondo a orondo y me tumbe, con razón.

Nunca he peleado con nadie por la ópera y mira que me da coraje el aficionado. He debatido, he opuesto músicas, ideas, me han lanzado al Berlioz de Los Troyanos y se han reído de mis ocurrencias o hasta hay quien las ha valorado… pero no me han agredido ni denostado por enunciar estas ofensivas teorías mías, ni siquiera por proponer (nótese: ¡humor negrísimo!) francotiradores contra los cornetas de las bandas pseudomilitares de Semana Santa… me han regalado con más humor, risas, discusiones o hasta indignación pero ¿ofensa?

En nuestros días, progresivamente la ofensa se ha convertido en la forma de respuesta más habitual y lo hemos consentido con la mejor intención: procurar la convivencia en armónica paz. Pero, como ocurre en toda sociedad ultraconservadora, hemos dado el salto de querer regular esa ofensa, craso error; hemos concluido autocensurándonos (la mierda de la corrección política tiene la culpa) que hay asuntos de los que es mejor no hablar, y al hilo de ello que hay cosas que no querremos escuchar.

Esto nos obliga a catalogar territorios que, al parecer, han de ser excluidos del debate público y levantamos muros contra la libertad de expresión como la intimidad: no me refiero a la vida personal sino a que hay cosas que no se nombran porque podrían dañar a intimidades que casualmente no conocemos, así por aquello del buen gusto no podríamos hablar de los placeres del ano o las riquezas de una mamada… Yo no suelo hablar de ello salvo que alguien me dé a entender que no debo, entonces ensalzo las virtudes del ojete o del freudianismo más para adentro del inconsciente.

Levantamos muros como el de la supuesta respetabilidad sacrosanta de las creencias personales; ¿me pregunto en qué ofende a un creyente la ridiculización de su fe o su culto? Y llego a este extremo, ridiculización, no hablo ya de Historia, Ciencia o análisis racional, porque fíjense: si yo expreso que me parece vergonzosa y peligrosamente estúpida la creencia de alguien, éste se cree con el derecho a recriminármelo porque considera que lo vergonzoso y peligroso es lo que digo yo… o sea, que (y reitero un argumento aducido en otros artículos): en nombre de la Libertad te prohíbo la Libertad; a mí me da igual lo que usted crea, mientras no me haga comulgar.

Yo no necesito más argumentos, no sé cómo lo ve usted; la Libertad de Expresión sólo puede estar limitada con el daño constatable por un Tribunal de Justicia tras una denuncia, y cuando digo constatable me refiero a probar que existe ese daño, no a subjetivamente defender que ha existido. No podemos predefinir qué se puede afirmar o no, en función de los ofendibles, porque entonces hemos caído en la perversión de la censura y los pre-jucios por parte de los eternos defensores de los valores eternos: la estulticia intelectual de quienes frente a la Cultura y la Razón proponen la tradición y la fe.

Los ofendibles se están haciendo con el territorio de la inteligencia. Te denuncian si paseas una vagina por Sevilla o si explicas la mandorla mística pitagórica y su relación con el culto mariano, al tiempo que desprestigian tus argumentos históricos o antropológicos para explicar los daños que la religiosidad popular haya podido generar a lo largo del tiempo con un simple desprecio… niegan su existencia, tiran tus esfuerzos por comprender con un derrote de fe y a tomar viento. Es tan fácil, tienen una tabla de verdades (que coincide más o menos con sus creencias más íntimas) que sustituyen a nuestra libertad de equivocarnos o de decir inoportunidades extemporáneas, nos “ayudan” a no errar, a diferencia de aquéllas amistades defensoras de la ópera que me debatían con sus ideas: prevén que no habrá debate porque mi “deber” es jamás decir lo que no quieren oír, niegan la existencia de argumentos y te acusan de persistir en ello. Así se sienten libres y suponen (no entienden salvo perfidia que pudiera ser de otra manera) que yo también, me avisan de cuando debo sentirme libre yo.

Cuando los ofendibles abundan, el fascismo es una realidad social; ya el veneno está infiltrado en los intersticios de la sociedad, la liberalidad sucumbe ante la moral de estos meapilas de bandera, de estas fanáticas de himnos y rituales anuales. Los ofendibles son un ataque frontal a la dignidad humana y, sin embargo, se presentan como víctimas: califican de “feminazis” ¿deslizando que ellos son “machojudíos”?, ellos, precisamente quienes agreden por doquier y se construyen tal víctimas reclamantes. Cómo se puede jugar con tanta desvergüenza intelectual y nosotras callar. Vencen porque estamos desarmados, la Razón está ausente, ¡intelectualeeeeeees!

Conste que yo defiendo que los ofendibles puedan pasear un autobús cómo les salga del alma, lo que quiero es recuperar mi libertad para decir lo que pienso de sus ideas más supuestamente profundas sin más prudencias que la Razón y la oportunidad, que no sea punible la palabra sino el daño constatable que pueda generar. Pero los ofendibles hoy ya están en todas partes, en todos los estamentos de la sociedad, controlan, te miran, te acusan, te juzgan desde el balcon de la “gente de bien” que parte de la Verdad, sólo desde la Verdad, nada más y nada menos, sin lugar para la tolerancia porque su discurso se impone por sí, sin argumentos, porque son lo “normal”, son de paz, de fraternidad catolizante, son el criterio para la denuncia, son las víctimas de nuestras ganas viciadas de remover, son las víctimas por haber ganado la Guerra de la Historia, sólo son asesinos cuantitativos y lo son por providencialidad salvífica, no porque les guste darnos en toda la boca. A callar, coño.

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