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Los memorialistas y la pachorra

Josep Jover
Josep Jover
Abogado especializado en Derechos Humanos de Tercera Generación y gestor de conflictos. Es uno de los juristas más importantes en Derecho de la Unión europea donde ha llevado frente al TJUE novedosos casos
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análisis

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Con revolución digital que vivimos nos conectamos de manera instantánea por ordenador con todo el mundo, estén donde estén nuestros contactos, pero durante siglos el medio más eficaz para comunicarnos a larga distancia, fue el correo, pero, en una sociedad donde la mayor parte de la población no sabía leer ni escribir, ¿como se comunicaban?

Por eso fue vital el oficio de memorialista, el escribiente de cartas o amanuense.

La escritura fue una gran innovación tecnológica y desde la antigüedad todo comenzó a documentarse, a guardarse por escrito, cada vez fueron aumentando el número de archivos y bibliotecas, siendo las primeras en tablillas de arcilla.

Pero la inmensa mayoría, recordemos, no sabía leer ni escribir, por eso aparecieron los escribas. La aparición de la escritura supuso una verdadera revolución social, y en los primeros tiempos de la historia, los escribas tuvieron una gran función ya que eran vitales para los Estados, son el inicio del concepto de funcionario; se crearon escuelas de escribas y gozaban, los protofuncionarios, de un estatus envidiable, su divisa desde el imperio nuevo egipcio fue “claridad, fidelidad, disponibilidad”. Los Escribas trabajaban principalmente para el Estado o los Templos, por lo que básicamente su labor estaba muy relacionada con textos administrativos, religiosos, o ensalzadores del gobernante de turno. Sus escritos, aunque fueran en cuneiforme seguían los anteriores principios.

Durante la Edad Media, en los Monasterios, los amanuenses realizaban copias fieles y claras de los documentos más importantes, teniendo una gran importancia para difusión del conocimiento. El gran retrato coral de esa época lo encontramos en “el nombre de la rosa” de , todos hemos visto o leído la obra de Umberto Eco, pero continuaba siendo la comunicación por escrito un privilegio de las élites.

La revolución burguesa, trajo la imprenta y el correo, y con él, la generalización del acceso a explicarnos historias, sucesos e ideas los unos a los otros; pero lo que nos interesa en esta historia son los memorialistas o escribientes de cartas. El oficio de escribientes de cartas no nace en los templos ni en los palacios, nace en la calle al servicio de los humildes. Primero se vieron amanuenses cerca de las paradas de postas de caballos, luego en las calles y plazas cerca de oficinas de correo o cerca de los mercados, y luego se acabaron instalando en pequeñas casetas en algunas plazas de las grandes ciudades.

La época de oro de esa profesión, puede situarse desde mediados del siglo XIX y durante el siglo XX. A diferencia de los Escribas y los amanuenses medievales, trabajaban para particulares, al servicio del público, y no tenían el gran estatus social, que tenían los escribas en la antigüedad.

En Madrid solían situarse en las cercanías de la Plaza Mayor, y en Barcelona en las Ramblas cerca del Palacio de Virreina. Se desconoce cuando aparecen en Barcelona, pero en el siglo XVIII ya existían barracas de escribientes en la plaça Sant Jaume.

En Madrid parece que el oficio desapareció en torno a los años 30-40. Pío Baroja escribía sobre ellos, y nos hablaba de su desaparición y situaba a un escribiente en la calle de la Luna, escribidor al servicio de los ciudadanos. En Barcelona se piensa que perduraron hasta la decada de los 90 del siglo pasado, aunque su número fue disminuyendo y en el año 1985 solo quedaba la cabina de Ana Ruiz, la última amanuense de Barcelona.

Pero no solo se encargaban de redactar la correspondencia sino que también podían escribir otros tipos de documentos, como formularios administrativos, que eran bastante complejos, vaya como ahora.

Tenían que escribir de manera legible y no podían cometer borrones o tachones, por ello, cuando se equivocaban, empleaban una serie de recursos, como mojar la tinta y dejarla secar y raspar con un cortaplumas, o diluir en agua el espíritu de sal, también conocido como ácido hidroclórico.

Transcribían a las cartas mensajes de todo tipo, incluso en ocasiones, tenían preparados formularios de carta de amor en la que solo debían incluirse los nombres. En ocasiones, también, endulzaban las malas noticias o intercalaban textos de su propia invención, para que quien lo leyera pensase que el emisor no pasaba por tan mala vida.

Entre sus instrumentos de trabajo se encontraban el papel, la tinta, pluma, lapicero, cortaplumas, atril, regla, compás, cuchilla, maquina de escribir, etc.

Entre las enfermedades más frecuentes que padecían se encontraban la agrafia y el calambre de los escribientes (lo del síndrome del túnel carpiano viene de lejos). En la década de los años 20 del siglo XX emplearon ya la máquina de escribir para redactar la correspondencia.

Y hablando de nuestro COVID19, para algunos “escribas” ha sido la razón perfecta para liberarse de quien más les molesta, el ciudadano. No hay atención al público suficiente en la seguridad social, ni en otras administraciones, y no solo presencial, a la que están obligados quienes les pagamos el sueldo, sino ni tan siquiera telemática. Vean el caso verídico que me ha llegado hace sólo unos pocos dias:

El día 13 de Marzo pedí al Registro General de Asociaciones del Ministerio del Interior, un Certificado de composición de la Junta de una entidad de la que soy presidente, he reclamado varias veces a través de su Web. Ayer les mandé un correo a una dirección directa.

Su respuesta:

«desde el día de su petición no he estado en la oficina y como he de consultar el expediente, hasta que no podamos volver a la oficina no se lo podré hacer».

Habremos de añadir un nuevo lema para los escribas españoles: “Pachorra”.

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