A veces, cuando estoy estresada, relajo pensamientos y nervios frente al acuario de mi hija. Miro los tres peces. Su ir y venir. De lado a lado. La forma de comer, como en las bacanales de la antigua Roma.

Dos de ellos son transparentes. Dejan ver su interior rojizo y blanquinoso. También tienen algo azul. Como aquellos muñecos en los que estudiábamos anatomía humana en el colegio: mezcla de Geyperman y venas varicosas. Nadan siempre en la parte baja. Se alimentan de restos de la comida del tercer pez. Es el más grande. Pasea su palmito por todo el acuario. Baja y sube. Asciende. Desciende. Sin límites. Balancea su enorme tripa de hembra con lunares naranjas y pardos. Ondea su cola de rayas negras y marrones. De allí para acá. También de este a oeste. Gitana en la feria de Sevilla que no ha acertado con el vestido. Nadie se lo ha dicho aún. Con el poder de la peineta y la soledad de su especie en el hábitat.

Vidas que no dejan de ser hermosas, aunque estoy convencida de que mi hija tiene los peces más feos del mundo.

No falla. Cuando más relajada estoy; cuando ya casi soy pez, viene mi perro. Salta. Se planta en medio. Entre los peces y yo. Celoso. Pelusón. No quiere que mire a nadie más. Observo detenidamente su pelaje acordonado. Pegado a mi cara. No me queda otra si no quiero moverme. Estornudo. Es blanco y suave, como un ovillo de lana. Una mancha enorme color jengibre cubre su espalda. Algún resto de fiesta genética espolvorea sus patas y cola. Me besa los párpados, a su manera. Tengo que cerrar los ojos. Paz. Es lo que siento.

Estoy convencida de que es el perro más guapo del mundo.

Entra un guasap. Teléfono sobre la mesa. Mierda. Mi ex tampoco falla. Lo miro sin abrirlo. Sin tocar el teléfono. Mis manos acariciando al perro. Aparece en la pantalla un mensaje hiriente. Pidiéndome dinero. Chantajeándome con no dejar ir a nuestra hija a un cumpleaños. Hablando de mal amor.

Estoy convencida de que tengo al ex más feo del mundo.

Llega entonces del colegio mi alegría. Entra por la puerta mi tesoro. Recién estrenadas las llaves. Sonrisa. Polvo de hadas. Cascabeles. Fuegos artificiales. Mascletá en Valencia. Trompetas. Carcajadas. Lágrimas de risa. Serpentinas de todos los colores. Confeti azul y blanco. Rojo y verde. Morado. Del que siempre queda alguno adherido a la alfombra. Olor a goma Milán. Estuche. Lapiceros Alpino. Nuevos bolígrafos con goma.

No importa que los peces parezcan feos. Son suyos, por lo tanto: hermosos. Están conmigo.

Me gusta que el perro sea simpáticamente celoso. Es su manera de reclamar mi atención porque me quiere. No oprime.

Dejo de pensar en la existencia de mi ex, aunque me consta que podría vivir felizmente, y de qué manera, sin su mal hacer.

Mi niña viene, me besa. Encuentro sosiego en su abrazo. No necesito mirar más a los peces. Ni cerrar los ojos ante el perro lanudo que me lame los párpados.

Estoy convencida de que tengo a la niña más guapa del mundo. Aunque eso tampoco importa. Lo necesario es la serenidad que me regala desde que vivimos tranquilas.

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