Esos personajes que pretenden acallar toda expresión que no sea la que ellos defienden, que se creen con derecho a impedir la creación y la difusión de estudios y análisis que no concuerden con su fanatismo me han perseguido obstinadamente, sin descanso, en las diversas etapas de mi vida y trabajo profesional. Y no solo los fascistas y demás energúmenos, sino muy frecuentemente aquellos que decían situarse en la misma trinchera que yo, pero con diferentes miradas y análisis de la realidad que decíamos querer transformar.

No sé si se podrá decir como afirmaba categóricamente  Unamuno que España es el país de la envidia, cuyos zarpazos sufrió como tantos y tantas de nosotras, pero ciertamente es fastidioso ignorar los pertinaces ataques que desde la izquierda moderada hasta la radical, desde el feminismo de la diferencia al de la igualdad, del institucional y del marginal, de las nuevas tendencias feministas, con sus ya diversas variantes: queer, prostituidoras, vendedoras de vientres femeninos, pro pornografía y ahora desdichadamente pro pederastia, me llueven continuamente. Habitualmente por grupos, mejor dicho grupúsculos, que no suelen hacer mucho más que criticar a todos los demás.

Lo peor no es la diferencia de criterios, por más que a algunos difícilmente se les pueda atribuir el calificativo de criterio, sino el derecho que se atribuyen a perseguir a todo aquel que no  comparta el suyo. No digo exponer razones, debatir con firmeza su ideología y exponerla públicamente, sino a impedir que la otra parte pueda defender el suyo. Incluso por la fuerza. Interrumpir a gritos una conferencia, hacer escraches a los participantes de un acto, impedir con su presencia que se celebre un debate, estigmatizar a quienes llevan en la lucha por la libertad y la democracia más años de los que tienen los atacantes.

Hoy cachorros de la CUP en Barcelona están atacando autobuses y bicicletas para mostrar su rechazo al turismo. Y siendo yo de las primeras que expresó su disgusto con semejante “industria”, que destroza el medio ambiente, vulgariza y pervierte la cultura, alienta la codicia, permite la evasión fiscal, excita la xenofobia y deja más destrozos que beneficios, me parece intolerable que se manifieste la oposición atacando personas y bienes. Y lo más detestable es que se sientan perfectamente autorizados para semejante conducta por su adscripción a la izquierda, que es naturalmente un insulto a quienes siempre hemos estado en esa trinchera.  

Personas que solamente llevan en la agitación social un tiempo bien corto, se creen portadoras de la verdad absoluta y de la razón cívica e intentan imponer el pensamiento único, que es el suyo, a todas las demás. Utilizan a veces la fuerza, como esa asociación ligada a la CUP, y han encontrado en el arma de destrucción masiva que pueden ser las redes sociales, el medio idóneo para anatemizar a quienes no compartimos sus fanatismos. Un grupito de no más de siete puede paralizar el trabajo de muchos, impedir la participación de estudiosos y veteranos en simposiums y cursos y la difusión de estudios de verdadera enjundia, considerándose portadores de la razón auténtica, en imitación de aquellos que perseguían sañudamente a judíos, protestantes, herejes, relapsos, y otros disidentes.

Sabido es que en España no se persiguió la brujería con la saña que se enconó en el resto de Europa. La herejía fue la enemiga principal del poder eclesiástico y real. Ni los inquisidores ni la propia sociedad civil tomaron nunca muy en serio los cuentos de diablos reencarnados en machos cabríos ni de viejas que volaban en escobas y que utilizaban ungüentos endemoniados para envenenar ganados. En cambio se mostraron absolutamente intolerantes con los disidentes.

Muchos son los estudiosos que nos explican que la Inquisición española se mostró más bien indulgente con las brujas pues raramente aplicó la pena de muerte —al considerarlas más víctimas que criminales—, a diferencia del durísimo trato que recibieron judeoconversos y protestantes. Según dicen los expertos la Monarquía Hispánica constituye «un caso absolutamente único en toda Europa» pues frente a la «locura brujeril imperante» –que llenó de bosques de piras Europa- el Consejo de la Suprema y General Inquisición se convirtió en un «bastión de sensatez, prudencia y racionalidad» y no permitió «que se quemara una sola bruja» en las nueve «complicidades de brujas» en las que intervino entre 1526 y 1596.

En cambio, con saña sin igual, persiguió toda traza de disidencia de la doctrina oficial, que establecía la propia Iglesia, por tanto juez y parte. Conocido es que el propio Fray Luís de León estuvo dos años en prisión por haberse atrevido a traducir una parte de la Biblia. Pero sobre todo ardieron la piras contra conversos disfrazados, protestantes o simplemente estudiosos no convencidos con los endebles argumentos de la Iglesia oficial. La propia Santa Teresa estuvo en el ojo de la Inquisición.

Ya sabemos lo que nos sucedió durante la larguísima etapa dictatorial. No solo se persiguió la militancia antifranquista sino cualquier manifestación escrita o hablada crítica con el régimen. 

Pero transcurridos cinco siglos desde la Inquisición y más de cuatro décadas desde que tan infaustos acontecimientos tuvieron lugar era de esperar que la cordura, la ponderación y el entendimiento de que la democracia consiste muy especialmente en defender el derecho del contrario a exponer sus ideas, los jóvenes y no tan jóvenes, activistas de la izquierda, y por supuesto también de la derecha, hubiesen aprendido a respetar a los oponentes.

Cuando se reproducen los actos intolerantes contra toda aquella persona que exponga opiniones distintas de las que  defiende una camarilla que se ha hecho con cierta notoriedad, pienso que tanta historia española de persecuciones contra la libertad de pensamiento, de expresión, de cátedra, de asociación, ha calado profundamente en nuestro pueblo. 

También me pregunto qué hace nuestra escuela y sus profesores que no saben enseñar a sus alumnos y alumnas que la libertad, por alcanzar una parcela de la cual tanto hemos sufrido, como dice el Quijote : “La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad así como por la honra se puede y debe aventurar la vida, y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres”. 

Y entre las principales libertades se encuentran las de expresión, opinión y disensión. Esas con las que quieren acabar los y las sectarias del país. 

 

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