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Los Franco: un emporio familiar de 600 millones de euros

La democracia española debe investigar cómo la familia del dictador ha podido amasar una fortuna tan inmensa

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análisis

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Entre 500 y 600 millones de euros. Esa es la herencia que, según el periodista y escritor Mariano Sánchez, se ha repartido la familia del dictador que protagonizó el alzamiento militar de 1936. En su libro Los Franco S.A., el investigador asegura que Francis Franco, Carmen Martínez-Bordiú, Mariola Martínez-Bordiú, Merry Martínez-Bordiú, Cristóbal Martínez-Bordiú, Aranxta Martínez-Bordiú y Jaime Martínez-Bordiú poseen una importante fortuna, sobre todo en patrimonio inmobiliario como viviendas y terrenos. En ese inmenso legado, el pazo de Meirás es el buque insignia de una serie de bienes inmuebles que demuestran el alto nivel de vida del que han gozado los descendientes del general en todos estos años de democracia. Es famosa aquella frase de la propia Carmen Martínez-Bordiú, quien sin tapujos llegó a decir: “Yo he vivido sin trabajar toda mi vida. Nunca he sido buena para los negocios: dinero que tengo dinero que gasto”.

Durante el histórico acto de exhumación del dictador llevado a cabo la pasada semana, todos ellos, una estirpe de privilegiados, grandes de España cuyo mayor mérito en la vida ha sido nacer en el seno de la familia de un tirano, se mostraron altivos y soberbios con la Policía y los representantes del Gobierno. No podían creer que alguien se atreviera a toserles en el abrigo de mil pavos. Se sentían impunes, intocables, al margen de la ley. De ahí la exacerbada y hostil reacción que mostraron, de ahí todo el odio que destilaron contra el Gobierno, contra la Policía, contra los medios de comunicación y en general contra la democracia. Sabían que habían perdido la batalla crucial, la batalla de la historia. Y la frustración los llevó a la rabia.

Ninguno supo entender que la decisión de sacar a la momia del Valle de los Caídos fuese adoptada por el Poder Legislativo, el Poder Ejecutivo y el Poder Judicial. Es decir, una iniciativa acordada no por capricho de Pedro Sánchez, sino por la propia democracia española en el ejercicio de la soberanía nacional, que obviamente ya no podía soportar ni un minuto más la infamia de tener al dictador en un monumento patrimonio del Estado a mayor gloria del franquismo.

Nuestro país ha sido generoso con los Franco. Demasiado generoso. Se les ha permitido vivir a cuerpo de rey, vender exclusivas en las revistas del corazón y hasta participar en nauseabundos concursos de televisión. Y lejos de agachar la cabeza con vergüenza por todos los crímenes cometidos por “el abuelo”, los Franco todavía han tenido el valor de mantener un pulso con el Estado, al que en un ejercicio de cinismo han llegado a calificar de Estado totalitario. Aquí no ha habido más dictadura que la que instauró el general Franco en 1939 para desgracia de los españoles, que tuvieron que soportar cuatro décadas de represión y abolición de las libertades más elementales. De ahí que la decisión del Gobierno Sánchez de exhumar el cuerpo del tirano no deba ser el punto final a esta historia. Hay que poner en su sitio a toda esta gente, hacerles sentir por fin que la democracia de hoy es fuerte, no como aquella Segunda República que se tambaleó desde el principio por sus propios errores y contradicciones. La Fiscalía debería abrir inmediatamente diligencias para indagar cómo ha sido posible que los Franco hayan amasado tal inmensa fortuna de una forma tan impune.

El dictador murió en 1975. Por fortuna su figura ya es historia. Sin embargo, perdura el franquismo sociológico y las injusticias no reparadas con miles de republicanos a quienes los jerarcas franquistas robaron sus propiedades y dinero. Todo ese patrimonio ha servido para levantar grandes estirpes familiares, la aristocracia franquista, en la que no solo hay que incluir a los nietísimos del dictador, sino también a los descendientes de los militares que estuvieron al lado de Franco en el golpe de Estado del 36; a los hijos y nietos de los empresarios que se lucraron con la tragedia de la guerra y la posguerra; y a otros muchos funcionarios que estuvieron medrando durante 40 años a la sombra de un régimen sangriento.

La democracia española ha dado el primer paso para reparar todas esas injusticias. Sacar a la momia de Cuelgamuros tiene un gran valor por lo que entraña de simbólico, de exorcismo de un pueblo que no se terminaba de librar del miedo reverencial hacia “el patriarca” y de catarsis hacia una democracia de mucha mayor calidad. Pero no olvidemos que todo está por hacer: sacar de las cunetas a los cientos de miles de fusilados, reasignar el Valle de los Caídos como monumento del holocausto franquista y ordenar a las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado que investiguen hasta el último céntimo amasado por ese clan que todavía se siente intocable, que mira con soberbia a los poderes de Estado y que con sus batallones de abogados engominados, recursos y artimañas legales y estupideces dialécticas siguen riéndose de la democracia. Tal como hizo el abuelo.

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