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Los extremistas totalitarios de uno y otro signo ponen la diana en los periodistas

Tanto los ultranacionalistas catalanes como los ultranacionalistas españoles han dado comienzo a una caza de brujas contra la prensa libre

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análisis

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Fritz Gerlich fue un periodista alemán que se enfrentó a Hitler cuando la mayoría callaba. A finales de 1932, Gerlich escribió: “El nacionalsocialismo se entiende como la enemistad con las naciones vecinas, la tiranía interna, la guerra civil, la guerra mundial, la mentira, el odio, el fratricidio y los ilimitados deseos”. Un día después de que los nazis tomaran el poder en Alemania, decidieron eliminar al incómodo reportero. Detenido el 9 de marzo de 1933 y conducido al campo de concentración de Dachau, fue asesinado el 30 de junio de 1934, durante la “Noche de los cuchillos largos”. Los jerarcas fascistas, en su estilo habitual de sembrar el terror, eligieron una macabra forma de notificar la muerte del periodista a su esposa: le enviaron a casa sus gafas salpicadas de sangre.

Afortunadamente en España todavía podemos gozar de libertad de expresión y de prensa libre, aunque durante cuarenta años de franquismo la situación no fue demasiado diferente a la que se vivió en el Tercer Reich. Se cerraron los periódicos contrarios al régimen, se instauró una férrea censura y solo se permitió ejercer la profesión a los periodistas en nómina del Movimiento Nacional. Hoy hay algunos que por lo visto pretenden retrotraernos a aquellos tiempos oscuros. Extremistas de uno y otro signo, enemigos de la democracia y simpatizantes de países totalitarios que han dado comienzo a una peligrosísima caza de brujas contra los periodistas que cuentan lo que ven o ejercen su derecho a la opinión, garantizando la pluralidad informativa y la libertad de prensa fundamental en cualquier Estado de Derecho. Hablamos de grupos radicalizados, sectarios, intolerantes con todo aquel que no piense como ellos.

El pasado miércoles El Periódico de Catalunya publicaba las imágenes de decenas de carteles pegados en las calles de Barcelona en los que, de forma anónima, el independentismo radical señalaba a seis periodistas catalanes como “terroristas de la información al servicio del Íbex”. Entre los amenazados estaban Xavier Sardà y Estefanía Molina, ambos colaboradores de La Sexta; Mayka Navarro, de La Vanguardia; Xavier Rius, director de E-notícies; Joan Guirado, de OkDiario; y Laura Fàbregas, redactora de Crónica Global. Todos ellos han sido marcados con sus retratos, sus nombres y apellidos y el medio para el que trabajan en los infames pasquines repartidos por toda la ciudad.

En concreto, a Sardà lo califican como un “socialista sectario” y también le cuelgan el cartel de “socialista” (como si esa condición política fuese de por sí una especie de lacra) a Molina, Navarro y Fàbregas. A Guirado lo tachan de “convergente” y a Rius de “exconvergente”, dando a entender claramente que todo aquel que no sea independentista es enemigo de la República que se pretende construir.

No hace falta decir que la imagen de Barcelona empapelada de tal manera nos ha devuelto por un momento a los oscuros tiempos de la Alemania nazi, cuando se cerraban periódicos y se encarcelaba a los periodistas por hacer su trabajo. O a los peores años de Euskadi, cuando Batasuna señalaba a la presa, poniéndola en la picota, y ETA le daba caza de un tiro en la nuca al día siguiente. O simplemente al Far West americano, donde se colgaban carteles de “Wanted” para perseguir a alguien a cambio de una jugosa recompensa. Es decir, el territorio sin ley.

Mientras tanto, esta mañana nos hemos desayunado con la noticia de que Vox ha anunciado que no dejará entrar a periodistas del Grupo Prisa, entre otros a los del diario El País y la Cadena Ser, a sus actos y mítines políticos. Un cordón sanitario nauseabundo que demuestra lo que es en realidad, más allá de maquillajes edulcorantes, el partido de Santiago Abascal: un movimiento de corte totalitario y dictatorial que sigue los principios de la Falange Española y de las JONS. Lo que no le ha gustado a Vox en esta ocasión es un editorial del rotativo madrileño que según la formación ultra “convierte la discrepancia ideológica con un partido −Vox, en este caso− en motivo suficiente para pedir su exclusión del terreno político”, algo que, según sus dirigentes evidencia “una terrible falta de respeto por la libertad y la democracia”. En realidad, lo único que resulta evidente es que Vox no entiende lo que es el juego democrático (cosa que por otra parte no extraña demasiado viniendo de un partido franquista) ya que la esencia de la democracia es precisamente el derecho a la crítica, a la opinión, a la discrepancia. Aquello de “estoy en desacuerdo con lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo”, una frase erróneamente atribuida a Voltaire, ya que en realidad fue dicha por su biógrafa británica Evelyn Beatrice Hall.

Curiosamente, Abascal ha justificado el veto a Prisa asegurando que ese grupo mediático es “digno del más eficaz de los regímenes totalitarios”, lo cual pone en evidencia la forma de actuar, el modus operandi de la gente que sigue a este nuevo populismo de extrema derecha siglo XXI. El truco que utiliza Vox todo el rato para cautivar a las masas consiste en disfrazarse de partido demócrata, jurar públicamente un falso respeto a la Constitución cuando en definitiva, a poco que se rasca en su programa electoral y se analizan las cínicas declaraciones de sus líderes políticos, emerge el nostálgico franquista de tiempos pasados. He ahí el gran engaño, la gran falacia de Vox, el caducado producto preconstitucional que por lo visto está comprando mucha gente.

Sin prensa libre no hay democracia, eso lo sabe bien el totalitario o totalitaria que quema contenedores y arroja cócteles molotov, el que bloquea una estación de tren o un aeropuerto, el que impide el paso a la universidad a otros compañeros con ideología diferente, el que insulta y zarandea a un político del partido adversario o pone la diana en los periodistas al grito falaz de “prensa española manipuladora”. Pero también es totalitario el racista que expulsa a un inmigrante de un autobús, el que emplea la violencia verbal en sus mítines políticos, el que sueña con acabar con la democracia algún día y el que no permite entrar a un periodista crítico a sus actos oficiales. Son las dos caras de la misma moneda extremista. Una peste que se extiende como un virus fatal por un país que hasta hace cuatro días era tolerante y respetuoso con la libertad y los derechos de los demás.

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