Hace unos años, terminando las últimas correcciones de la biografía de José Díaz que publiqué con Almuzara, me encontré a un antiguo compañero de la facultad. Después de mucho tiempo sin saber nada el uno del otro, fuimos a una cafetería para ponernos al día sobre nuestras vidas, y evidentemente el tema del libro salió pronto. Llevaba mucho tiempo sin apenas dormir, revisitando archivos, y reescribiendo sobre lo ya reescrito, como para que el asunto saliese en cada conversación. Y por eso. Y porque la investigación que realicé fue escrupulosamente cansada y minuciosa, no pude evitar sentirme algo molesto cuando me preguntó si había podido demostrar que a Díaz no lo mandó asesinar Stalin.

Entendí que la pregunta era inconveniente. Y habría tenido su perdón de no haber sido porque el que la realizaba era especialista en Historia del Movimiento Obrero, y sabía perfectamente que aquella afirmación era un mito. Pero no. Estaba visto que ni siquiera cuando mi contertulio fuese una persona formada, iba a librarme de aquella historia. Una historia sin pruebas, y que fue firmada por el comunista renegado Valentín González, en unas memorias que probablemente fueron en realidad escritas por Julián Gorkín, un personaje que hoy sabemos trabajó para la CIA en asuntos sobre Guerra Fría cultural.

Pero por débiles que puedan ser los cimientos sobre los que se asienta la leyenda sobre el asesinato de Díaz, nada importa. Esa historia era perfecta para la propaganda anticomunista propia de toda una época, y por eso muchos autores  la aceptaron sin cuestionarla. Al fin y al cabo, nada que le pudieramos achacar a Stalin sería suficiente, y así el falso asesinato ha corrido como la pólvora hasta nuestros días. De poco me han servido los diarios de Dimitrov que confirman el suicidio de Díaz, o los documentos firmados por el propio Stalin preocupándose por la salud del sevillano, que aporté en mi investigación. Después de aquel encuentro con mi ex compañero, en cada presentación o ponencia, siempre me han salido con la dichosa pregunta. Pregunta que todavía hoy me persigue como una maldición. 

Goebbles sabía lo que se decía desde luego cuando afirmó que una mentira repetida mil veces se convierte en verdad. Y aunque ya la Unión Soviética desapareció hace décadas, el esmero que se puso en su momento para satanizarla sigue dando sus frutos. La literatura de Guerra Fría -amplificada en España por el franquismo-, unida a la falta de documentación, y a la proliferación de autores sin escrúpulos poco dados a contrastar fuentes, abonaron una visión de la Historia del Comunismo desfigurada. La apertura de los archivos soviéticos y los nuevos trabajos que con seriedad han surgido desde entonces, no han servido para cambiar las  cosas. Y aunque en círculos académicos las nuevas investigaciones estén empezando a ser aceptadas, queda un larguísimo camino por recorrer hasta la normalización de todo lo que tenga que ver con el Comunismo, dentro y fuera de las universidades.

Hace unas semanas  que el concejal de Ahora Madrid Carlos Mato sufre en primera persona este problema que hasta ahora parecía destinado a los historiadores. Algunas declaraciones políticas, decenas de artículos de prensa, y miles de mensajes en las redes sociales no perdonan que el edil, miembro del Partido Comunista, haya afirmado que en la Revolución Soviética muriesen cinco personas. El hecho de que lo expuesto por el concejal fuese una realidad histórica incuestionable, y aceptada en todo el espectro historiográfico no importaba, pues la afirmación sonaba extraña. ¿Una revolución sin apenas muertos? ¿En un país del que se ha dicho que se asesinó a tanta gente que cualquier demógrafo se sonrojaría al ver los datos que se han arrojado? Eso era imposible. Y por eso. Y sin siquiera molestarse en comprobar si lo que dijo Mato era cierto, empezó a correr la tinta para intentar ridiculizar una afirmación que es sin embargo incuestionable.

Efectivamente, todos los investigadores que se han acercado al estudio de ese episodio trascendental  de la Historia, coinciden en que la Revolución arrojó un saldo insignificante en muertes. Desde visiones críticas como la de las corrientes liberales anglosajonas, hasta ortodoxas como la historiografía soviética, todos están de acuerdo en que las muertes no pasaron de seis. Y es que, por mucho que se haya mitificado la Revolución de Octubre, el Gobierno derrocado con la Toma del Palacio de Invierno ya estaba sentenciado desde hacía tiempo. Los bolcheviques habían realizado una hábil política proselitista desde abril de 1917, y en esos meses habían conseguido que sus posturas se hicieran hegemónicas entre los trabajadores rusos. Bajo el lema de todo el poder para los soviets, y con una constante denuncia de la guerra que estaba clavando sus garras con fuerza en las clases populares, el partido dirigido por Lenin supo, junto al Soviet de Petrogrado, hacerse con la capital del vasto imperio en unas  pocas horas y sin apenas resistencia.  Al día siguiente, el II Congreso de los Soviets reunido en la ciudad, sancionaba el triunfo de la Revolución tomando el poder, y dándose por concluida una de las revoluciones más incruentas de la contemporaneidad.

Pero a pesar de que las pruebas de que lo expuesto por Carlos Mato son fáciles de encontrar, ninguno de sus atacantes se ha preocupado siquiera por coger un libro y documentarse un poco. La mentira se ha hecho hegemónica, y así, algunos periodistas no han dudado en intentar atacar al edil por atreverse a decir lo que se sabe que es cierto. La Historia es así, presa fácil de la manipulación de los demagogos que escupen datos falsos sin comprobar si son verdad o no, y por eso mismo, importa poco o nada que los hechos demuestren lo contrario, porque aquí gana el que grite más alto y no el que se pase media vida en archivos y hemerotecas para descubrir lo que ocurrió. Los historiadores aficionados están de moda entre la derecha española, y ahora que Pío Moa por fin ha decidido abandonar una profesión que nunca fue la suya, no son pocos los que están haciendo méritos para ocupar su lugar. Un lugar que desde luego les permitirá llegar a mucho público, pero que no podrá jamás cambiar la Historia. Y por mucho que algunos hayan querido sumar tramposamente las muertes de la revolución de 1905, las de febrero o las de la Guerra Civil, en la Revolución Soviética de 1917 hubo sólo cinco muertos. Pese a quien pese.

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