Nací antes de morir la abuela. Papa y mamá me contaron que el abuelo lo pasó mal y que se recuperó, pero desde hace dos años, el tiempo que llevamos viviendo con él, está muy triste. Le he oído decir en voz baja a un amigo que es por los hijos. No lo comprendo. El abuelo nos cubre con su viejo paraguas y camina con los pasos cansados, agarrándome de la mano, mientras la lluvia cae de lado. Llegamos a un banco, hacemos la cola. El abuelo saca su cartilla, así se llama me aclara, se la entrega a un señor, el señor se la devuelve con unos billetes. No me da tiempo a contarlos, deben ser pocos, no abultan en la chaqueta del abuelo. De vuelta, el agua se convierte en granizo y hay personas con una cara de pena igual que la del abuelo,  gente mayor que sale de otros bancos. ¿Qué ocurre en la ciudad? Entramos en la casa del abuelo. Mamá y papá nos esperan en la cocina. El abuelo se sienta y me pide que me marche. Me quedó detrás de la puerta semi abierta, les miro de reojo y les escucho. El abuelo saca los billetes, los separa y pone tres montoncitos encima de la mesa. Coge el primero, habla de comida y electricidad y agua y se lo guarda. Luego acerca los dos montoncitos que quedan a mamá, y a papá, su hijo. Papá observa un momento el suyo, luego se levanta dejándolo y sale corriendo. El abuelo niega con la cabeza, mamá recoge los dos montoncitos, une sus manos a las del abuelo y le sonríe quitándole importancia, ¿a qué? Voy a la habitación de papá y mamá. Papá llora delante del espejo del baño, su cara enrojece de rabia y dice: “El estado me lo debe, soy un ser humano, se trata de mi dignidad”. Supongo que se refiere a un trabajo. Papá y mamá llevan cuatro años en paro y no reciben ninguna ayuda de lo que se llama estado, y eso que cada uno tiene dos carreras y mamá habla tres idiomas. Cuando les veo rellenar un formulario de empleo escriben que solo han estudiado una carrera. Les pregunto y responden: “Es más fácil encontrar un sueldo”. Papá se echa en la cama llorando a moco tendido. Me acuesto con él y le abrazo. Le quiero tanto. No entiendo nada de lo que pasa, y me da que el país tampoco.

Lo anterior no es un cuento dickseniano; sigue ocurriendo en 300.000 hogares españoles. En los tiempos terribles de la crisis acontecía en más de un millón. Al corriente la recesión se está superando sobre los hombros de las clases trabajadoras, las medias y en especial los jóvenes, que se congratulan si perciben 10 euros por hora trabajada cuando la media es de 7, una afrenta/vergüenza. Ni mencionar las pensiones no contributivas; la precariedad de los sueldos de los adultos, la mayoría de contratos, los basura, parciales; y la falta de convenios colectivos laborales, sustituidos por los sectoriales que benefician a la empresa. Además Europa sitúa a España a la cabeza de la desigualdad entre sus países miembros, al tiempo que los adinerados, aprovechando la coyuntura, se están enriqueciendo de forma sospechosa, paraísos fiscales incluidos. En Alemania, hace unos años, un grupo de millonarios se reunieron y cedieron parte de sus recursos a los desfavorecidos. En España, la ausencia de solidaridad de las élites resulta desastrosa. Los datos son de sobra conocidos.

Los abuelos, tras una vida entera laborando y contribuyendo al crecimiento de la nación, en vez de disfrutar de un merecido descanso,  han y siguen sosteniendo a España, que son sus ciudadan@s, en su caso, hijos y nietos. Se han ganado a fuerza de voluntad y de rascarse los bolsillos un homenaje, no palabras,  hechos, el incremento de sus pensiones, misérrimas. El gobierno no compensa a los nueve millones de pensionistas por la desviación del IPC, un grave caso cuando el 40% del presupuesto se destina a las pensiones y parte de la política social. Pareciera que el gobierno está atado de manos, algo que le es indiferente a nuestros abuelos que, acompañados por adultos y jóvenes decentes, se lanzaron a las avenidas en manifestaciones multitudinarias. Se sienten ofendidos con razón, la media de una pensión anda alrededor de los 800 euros, una matemática falsaria ya que se realiza con las más altas, las de los 2.500 euros, rondando gran parte de los jurdos los 500 euros. Los abuelos ni casi nadie se creen las cuentas del Gran Capitán. Al menos Gonzalo Fernández de Córdoba reconoció a los Reyes Católicos en una carta que les estaba robando. El gobierno no escamotea a los pensionistas, faltaría más,  aunque no encuentra la manera de concederles lo que les corresponde, el mínimo que garantice su solaz cuando se han partido el cuero durante  décadas. Y no halla el modo de concluir el rompecabezas no por escasez de capacidad, que se le supone como al torero el valor; para ello se les ha votado, para que anticipen las turbulencias y las disipen.

Siempre he opinado que hay que recibir con los oídos abiertos las sugerencias del adversario; algunas son validas. El problema del gobierno es que no aprecia las sugerencias de los demás partidos,  y que en consecuencia, a vueltas y revueltas con la tortilla, ésta se quema y los pensionistas, en vez de saborear huevos y papas jugosos, siguen tiznándose con en el aceite renegrido de lo insustancial percibido.

No hay que inventar nada. Hay que regresar a lo que funciona: El Pacto de Toledo.

Daniel Múgica es escritor, autor de “La dulzura”.

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