Desde muy antiguo, no pocos sabios y sabihondos han querido poner en relación el carácter de los pueblos con los condicionantes climáticos de las latitudes que habitan. En los esquemas mentales del ciudadano de a pie, estas teorías se han fosilizado como lugares comunes que, a día de hoy, tienen aún plena vigencia. Por eso la gente dice que los escandinavos son depresivos (“claro, con el frío que hace…”) o que los andaluces son holgazanes (“claro, con el calor que hace…”). Hubo quien quiso llevar más lejos esto del determinismo geográfico y aplicarlo a las costumbres sexuales. Es el caso de Richard Burton, famoso aventurero decimonónico y traductor de las Mil y una noches. Burton delimitó en el globo terráqueo un cinturón de regiones cuya población masculina, según sus observaciones, es particularmente propensa a la homosexualidad. Esta “zona sotádica” (por el poeta helenístico Sótades, gran encomiasta de la sodomía) abarca toda la cuenca mediterránea, gran parte del mundo árabe y el continente americano. Climas templados, que invitan a la molicie y, por lo que parece, predisponen los humores del macho a entrar en ebullición a la vista de las nalgas de un efebo.

Sobre la correspondencia entre el carácter de los pueblos y los gustos de alcoba tienen mucho que decir aquellos coños parlanchines cuya cháchara desinhibida llena las páginas de Las joyas indiscretas, la deliciosa novela de Diderot, clásico entre los clásicos de la literatura libertina. Hombre de mundo, Diderot debía de estar muy bien informado sobre el repertorio de prácticas sexuales a lo largo y ancho de la Europa prerrevolucionaria, así que cabía esperar que algunos de los chascarrillos que compartía con sus amigos diplomáticos quedaran plasmados en su novela. Algunos capítulos de Las joyas indiscretas se leen, siempre en clave de chanza, como un instructivo atlas geográfico de parafilias. Este afán sistematizador no es nada extraño por parte de alguien en quien el enciclopedismo acabó convirtiéndose en tic. Pero a lo que vamos, que seguro que ya os muerde la curiosidad: ¿qué es lo que dice Diderot de los españoles? Pues veréis: asegura que “el incentivo más poderoso de una imaginación castellana” son los pies de las mujeres. “Un petit pied sert de passeport à Madrid à la fille que tiene la más dilatada sima entre las piernas” (en español en el original).

¿Y tenía razón Diderot? Vosotros juzgaréis. Yo simplemente voy a poner sobre la mesa dos ejemplos significativos. Para empezar, en los noventa saltó a la cartelera española una película, Enciende mi pasión, con Miguel Bosé y una siempre estupenda Emma Suárez. La verdad es que el filme es un engendro kitsch a medio camino entre lo hitchcockiano y lo cañí, pero tiene el mérito de ser una de las rarísimas producciones en el circuito comercial internacional cuyo tema central es el fetichismo de los pies. Y quiero también llamaros la atención sobre uno de los pasajes más eróticos del Quijote, que es aquel en el que Cervantes se detiene a describir, con una minuciosidad sospechosa, cómo la bella Dorotea se lava los pies en el arroyo (primera parte, capítulo XXVIII). Me sumo a las celebraciones del cuarto centenario representándome al manco de Lepanto con una incipiente erección presionándole la costura de las calzas mientras escribía aquella página a la luz del candil y dejaba que sus mientes se deleitaran en los pies “como dos pedazos de cristal” de su imaginada heroína pastoril.

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