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Llovía. Con saña. Con mala baba

Alberto Segundo Esteban
Alberto Segundo Esteban
Licenciado en Ciencias de la Información. Diploma en Publicidad y Marketing. Su experiencia profesional inicia muy pronto en 1988 como locutor de 40 Principales Jerez de la Frontera y más tarde en Canal Sur Radio Cádiz. A estas emisoras se sumarán varias más durante su paso por la Universidad. Da sus primeros pasos en la televisión en 1997 como presentador de los informativos de Onda Jerez Tv, cuyo trabajo recibe el premio al Mejor Espacio informativo local del año en 1998. Más adelante ha formado parte como redactor, reportero, guionista, redactor jefe o coordinador de producción para programas de televisión de todo tipo de contenidos en España (Tve, Telecinco, Antena 3, laSexta, Eitb) e Italia (Rai Uno, Rai Due y La7). Actualmente produce espacios políticos para la televisión italiana La7 (Roma). Escribe habitualmente en su blog literario Elbestiariohumano.wordpress.com Habla español, italiano, inglés, y tiene buenas nociones de francés, euskera y catalán. La experiencia en Italia es fundamental en su carrera: A parte su experiencia en canales italianos ha sido profesor de Lengua Española en colegios públicos de Roma y alrededores. También ha sido el adaptador a la lengua española de las letras de los cantantes italianos Al Bano Carrisi y Biagio Antonacci. Es soltero y padre de un hijo de diez años que vive también en Roma.
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análisis

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El agua de la noche caía a palanganas sobre el parabrisas del sacerdote. Absorto, miraba al infinito. Quizá sus ojos resbalaban con los chorros de agua oscura de la noche de Morelia. Quizá sus pupilas ya no estaban allí. Quizá se habían extraviado aquella mañana en aquella casa de muros callados y puertas parlantes. Quizá.

Su mirada de pájaro desvalido seguía atrapada en los goterones, mientras sus manos rebuscaban en su bolsa de piel de vaca. Junto a la biblia, la cartera, la agenda y la botella, halló el enorme revolver. Plateado, brillante, helado.

La luz de la farola se estrelló contra el cañón, mientras el claqué de las gruesas gotas de lluvia seguía repiqueteando sobre el cristal de la camioneta.

Demasiado tarde para huir. Demasiado tarde para implorar clemencia.

Un trueno seco y metálico. Violento. Certero.

Después la nada.

Sólo la lluvia.

12 horas antes

La vida de un hombre en esta trastienda de México vale poco o nada. Trastienda de un país entero. Se entra por delante y se sale siempre por detrás. Así es Michoacán. Tierra de nadie. Infierno de todos.

Ninguna mujer derrocha sus lágrimas más de lo debido por acá. Las guarda. Porque posiblemente le toque volver a derramarlas en cualquier momento. Nadie te llora demasiado en estas calles michoacanas, donde un segundo es suficiente para que te encuentres panza arriba en la esquina de tu casa.

Ramón Alfaro era un hombre de estas calles.

Bigote de plata y de nieve, ojos de chipotle y alma abandonada. Entró en el patio de la casa, otrora templo de canciones, risas y amaneceres compartidos. Encontró sólo al gato asimilado y a los eternos geranios. Abrió la puerta con la torpeza del tequila y de la noche canalla.

Revolvió la despensa hasta que encontró un resto de Mezcal. Se desparramó sobre el tresillo como un saco de frijoles y bebió de la botella moribunda.

El sueño vino a buscarle sin remedio. Le torturó con ruido de disparos, cartas de póker, risas y palabrotas. Cayó en un sopor profundo y etílico del que sólo pudo liberarse con los gritos agudos de la joven de las trenzas de cobalto.

¿Qué haces malparida? Por qué me despertaste, pendeja…

—Ay, no quise, pero es que tiene usted que ir a remediar con ese malnacido.

—No sé por qué tendría que ir yo a resolver tus negocios con ese pendejo. Usted se lo buscó. Usted se lo soluciona mi hijita…

La chiquilla le miró. Como mira un perrillo abandonado a la camioneta que se aleja.

—Ande, hágalo. ¡Usted me lo debe! —le gritó la joven Aurelia acercándose al borracho.

El dueño del bigote manchado y los ojos de chipotle le miró asqueado.

—Sucia furcia… Igualita que su madre.

Una trompada violenta la levantó del suelo y la estrelló contra el viejo Telefunken.

La muerte es una mariposa silenciosa. No avisa. Se posa en tus labios y te besa a traición.

Revolotea por tu habitación cada noche de tu vida. Te roza la boca mientras duermes. Pero no se posa. Te acaricia, pero no te toca. Y así cada noche. Hasta que un día, sin razón o por qué, decide dar por concluidos sus vuelos distraídos por tu estancia. Y entonces se posa, te besa, te duerme y te apaga.

Aquel amanecer, la mariposa desplegó sus alas de carmín y de nata por las paredes del cuartucho. Rozó los cabellos de Aurelia. Acarició sus pestañas. Inhaló su perfume de vida. Y después se posó. Se posó en su boca dormida, flor de la mañana y de la calle escondida. Y le dejó gritos, le dejó sangre y le dejó muerte. El mal estaba pegado a la colcha empapada. La mariposa le había dejado el cuerpo callado y los ojos abiertos. Sus pechos pequeños, pintados de acuarelas de muerte. Su boca, rajada de saña y desprecio. Y las huellas malignas de la oscura mariposa sobre su piel quebrantada. En el suelo, junto al lecho, una estampita del mártir San Cristóbal yacía bocabajo, contra las losas.

Tres años antes

—Ay, Don Ramón… Estese tranquilo. La niña conmigo sólo estará para estar mejor. Comer bien, aprender, leer y convertirse en mocita de provecho. Aquí con usted, siempre sola, dejada a su aire, nada bueno podrá realizar. Sólo buscar problemas y casi seguro encontrarlos. Sólo holgazanes y muchachos de mala vida la revolotean.

Y así fue como Aurelia, por unos pesos para tequila, se marchó para atender a Don Cristóbal, el párroco. Dejó la casa paterna, el cilantro y el pollo cocido, y se perdió tras los muros ciegos, sordos y cómplices del departamento parroquial. Primero perdió la sonrisa. Después la voluntad. Y por último, la inocencia.

Fueron tres años de visitas nocturnas y de ganas de morir.

Llovía aquella noche. Vaya si llovía. Había llovido desde que aquel hombre había salido de casa aliado con el diablo. Siguió lloviendo mientras le esperó frente a la cantina. Arreció el aguacero cuando le dio alcance unas cuadras más allá, en un gasolinera tan sucia como sus entrañas. Y la lluvia, obstinada, le acompañó cuando se encontró por fin delante del señor de las mariposas.

Allí estaba, junto al verdugo de Aurelia. Les separaban sólo unos metros, la lluvia y la luna. Desde debajo de aquellas luces de neón, podía oler su peste de mortaja pegajosa. Desenfundó su revolver. Y disparó.

Un trueno seco y metálico. Violento. Certero.

La cabeza agujereada del cura chocó contra el volante de la camioneta. El claxon, tronó exasperado en la noche mojada.

Sonó un segundo trueno metálico.

El cuerpo de un hombre de ojos de chipotle se desplomó sobre un charco de preguntas.

Preguntas de aquellos curiosos, morbosos transeúntes que le vieron cerrar los párpados por última vez.

Después la nada.

Sólo la lluvia.

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