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Llega el rey emérito, empieza el circo de Sanxenxo

Decenas de curiosos y periodistas se acercan este fin de semana a las regatas para ver de cerca a Juan Carlos I

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análisis

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Los ricos son animales de costumbres. Pase lo que pase, ellos nunca rompen sus hábitos y rutinas diarias. Por la mañana, baño termal y desayuno con periódico siempre a la misma hora (el mayordomo Fermín se encarga de que la mesa esté a punto); a mediodía, partida de golf en el club de campo (cotilleo y puesta al día de los negocios con otros ricos); y por la tarde, siesta con tumbona en el jardín, a pie de piscina, merienda, café (los lores ingleses son más de té) y tertulia en el casino, grupo masón o asociación benéfica. El programa matutino y vespertino se sigue con la precisión de un plan militar y nadie se lo salta porque una de las claves de la felicidad del millonario es cumplir con los rituales de la vida. La aristocracia es sobre todo orden, protocolo, planificación.

Viene todo esto a cuento del retorno a nuestro país del exiliado rey emérito. El patriarca de la Transición se comporta como un nuevo rico que ya solo vive para una única cosa: las regatas de Sanxenxo. Poco importa si el mundo se viene abajo por la guerra de Putin, la inflación y la pertinaz pandemia; ya da igual si España se derrumba por el escándalo Pegasus, el conflicto permanente en Cataluña y el colapso de las cloacas del PP, que han petado llenando de mugre nuestra joven democracia. Las regatas de Sanxenxo no se perdonan. Las regatas de Sanxenxo son lo más. Nada ni nadie va a impedirle al emérito esos paseíllos efímeros en barca, la sensación de la suave brisa marina acariciando la cara, las francachelas con los camaradas y las camarillas del Bribón mientras la tripulación canta fraternalmente por Espronceda. Y va el capitán pirata, cantando alegre en la popa, Asia a un lado, al otro Europa, y allá a su frente Estambul (un poco más al sur Abu Dabi, habría que añadir).

Para el rey emérito no hay cosa más trascendental en este mundo que las regatas. Las regatas se le han metido entre ceja y ceja; se ha emperrado febrilmente en los barquitos como aquellos Borbones de antaño que persistían en el vicio y el error; y ya no hay quien lo saque de ahí. Lleva semanas dándonos la turra con las malditas regatas, como si el pueblo machacado por la crisis estuviese para sus coñas y bromas. Porque no sabemos si su Majestad es consciente, pero mientras él juega con las velas, los españoles están a dos velas.

Tras dos años de exilio, lo normal sería que el emérito estuvise deseando volver a la patria para poner al día sus asuntos pedientes, los personales y los de Estado. Tiene una larga lista que cerrar, desde hacer las paces con Sofía –la mujer ha decidido largarse a Miami para no tener que encontrarse con él– hasta arreglarse con Felipe VI, el hijo con el que mantiene una relación hamletiana, de puro drama shakespeariano. Tiene muchas cosas que dejar atadas y bien atadas ahora que está entrando en la última etapa de su vida, desde ponerse al corriente en los grandes temas de la política española siempre revuelta hasta preocuparse por sus paisanos precarizados, que con la crisis lo están pasando fatal. Pero no, qué va, nada de eso. El rey es como un niño caprichoso con zapatos nuevos que quiere regatas y solo regatas. Las regatas no se perdonan, qué manía con las regatas.

Un golpe de Estado frenado in extremis, cuarenta años de eficiente reinado, todo un legado político con la reconciliación de los españoles como logro fundamental para terminar en un aburrido e insustancial fin de semana de regatas, que por lo visto son sagradas. Ese torneo no se lo pierde el emérito por nada del mundo, así lo tengan que amarrar por la cadera rota a la proa del velero para que no caiga por la borda. En Sanxenxo corre el rumor de que la policía va a fabricarle una cápsula blindada a prueba de drones y francotiradores, convirtiendo el Bribón en una especie de papamóvil del lujo y el placer. De locos.

El alcalde de los sangenjinos encantado con el retorno del rey. Los hosteleros frotándose las manos con el previsible llenazo. El Club Náutico engalanado y un ejército de paparazzi apostado en cada rincón de Galicia para sacar la foto del millón. Atrapado en su delirio senil de maletines y dólares, obnubilado aún por el recuerdo de las rubias peligrosas del pasado, Juan Carlos I no ha caído en la cuenta de que quieren convertirlo en una atracción de barraca de feria, en un personaje circense, en un friqui del papel cuché. Algunos han visto el filón y van a explotar al triste personaje, sacándolo a pasear por tierra y por mar, hasta chuparle la última gota de sangre azul. En su descenso suicida a los infiernos, el emérito se ha arrojado en manos de una caterva de cortesanos que ya no lo ven como el símbolo venerable de la respetable corona española, sino como una billetera con patas, un vagamundo con pasta, un bohemio forrado al que arrimarse para sacarle unas mariscadas, unas juergas o un marquesado exprés.

Lo van a devorar los suyos, los supuestos amigos y allegados, los testaferros y prestamistas que se llaman a sí mismos monárquicos pero que no pararán hasta vender la monarquía al mejor postor. Al emérito unos antropófagos sin escrúpulos le van a sacar hasta los ojos, como al desgraciado personaje aquel de De repente, el último verano, el peliculón de Mankiewicz. Esa será su condena, una condena mucho más dura que tres multas de Hacienda. Y entre los caníbales dispuestos a acabar con los despojos del tótem están, cómo no, las derechas a las que se les llena la boca de monarquía pero que van camino de acabar con ella porque en realidad les sobra en su sueño totalitario, que no es otro que liquidar la democracia parlamentaria para retornar al franquismo caudillista. “El problema no es el emérito, sino Pedro Sánchez y sus socios independentistas”, sentencia el alcalde de Madrid, Martínez-Almeida. “Puede regresar a España cuando quiera”, proclama Espinosa de los Monteros.

No hay misión más difícil en esta vida que mantener a salvo la buena reputación de uno mismo. Los españoles no se merecen el vodevil gallego que van a montar con el emérito el próximo fin de semana de regatas y naufragios personales. Este país decente y honrado no tiene por qué pagar el espectáculo decadente y degradante de un rey manchado de corruptelas a quien en sus últimos días quieren convertir en la mujer barbuda del gran circo de la historia de España. Lo mejor que podría hacer Pedro Campos, su fiel amigo y escudero marino, es convencer al emérito para que se meta otra vez en el jet privado y vuelva a Abu Dabi antes de que lo dejen totalmente en pelotas, como el rey desnudo de Hans Christian Andersen. En Sanxenxo ya se venden entradas para el denigrante espectáculo del rey pasmado. Pasen y vean.

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1 COMENTARIO

  1. El coordinador federal de Izquierda Unida y ministro de Consumo, Alberto Garzón, se ha referido este sábado en Asturias al rey emérito Juan Carlos I como «delincuente acreditado». Según ha afirmado, «toda España sabe que es un ladrón».

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