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Libertarios sin fronteras

José Antonio Vergara Parra
José Antonio Vergara Parra
Licenciado en Derecho por la Facultad de Murcia. He recibido específica y variada formación relacionada con los trabajos que he desarrollado a lo largo de los años.
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análisis

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Desde que La Clave de José Luis Balbín, El Circo (de Fofó, Miliki, Gaby y Fofito), La Bola de Cristal o la carta de ajuste, entre otras cosicas más, dejaron de emitirse, la televisión me suscita poco o nulo interés. Lo que me deja más tiempo para otros menesteres aunque no sé si más valerosos. Hago mal pues últimamente escribo más de lo que leo, hasta el punto de que no releo ni mis propias conjeturas. Mientras bosquejo hojas yermas, en un alarde de intolerable altivez, creo estar contando algo interesante. Presunción que se disipa cuando, desde la debida distancia, recuerdo mis palabras, impresas y fedatarias para sonrojo sempiterno de osados e insensatos como yo. Sepan ustedes que escribo por prescripción terapéutica y asumo los riesgos y efectos secundarios prospectados.

Les decía que la tele de hoy, chabacana, soez, mediocre, trolera y hedionda, me deja tiempo para otras cosas lo cual es de agradecer. Llevo un tiempo buceando por el yutube, escuchando conferencias y clases magistrales de ilustres y autoproclamados liberales o libertarios ortodoxos. Es decir, de aquellos que dicen defender la libertad del individuo, la economía de mercado y la propiedad privada como únicas verdades reveladas, frente a un Estado que cuanto más fuerte sea más enemigo será de aquella concepción de la vida y la economía. Les hablo de sociólogos, economistas, filósofos, letrados o peritos en ciencias políticas que atisban en algunas competencias exclusivas del Estado moderno un reducto del marxismo o del comunismo. No ven con buenos ojos que la educación, la sanidad o las políticas sociales anden en manos del Estado. Justifican sus posturas en deducciones aparentemente ciertas y no menos capciosas como, más adelante y aún someramente, intentaré refutar. Naturalmente, mantienen que el mercado es la solución a todos nuestros problemas, algo así como la piedra filosofal que satisfará todos nuestros anhelos y necesidades. A nadie sorprenderá que justifiquen sus pronunciamientos con argumentos únicamente economicistas. Pero también dicen verdades que conviene analizar. Veamos.

Todo servicio tiene un coste; una obviedad que, por más que duela a los rapsodas más despegados de la tierra, conviene no olvidar. Dicen los libertarios que toda competencia en manos privadas se gestiona, per se, con mayores niveles de excelencia y eficiencia. Las herramientas financieras del coste/beneficio y del coste de oportunidad serían inabordables para el Estado pues éste, a diferencia del mercado, carece de referencias para su cálculo. En este estado de cosas, la medición del dinero y del tiempo nos ayudaría a dictaminar si nuestra decisión fue o no la correcta. Y la utilidad de una inversión sería tanto más acertada cuánto mayor haya sido su beneficio y menor el coste de adquisición. Tiempo, coste y beneficio; sin duda un tridente de mucha importancia pero condenado a cohabitar con otros parámetros esquivos a la formulación matemática pero insoslayables para toda sociedad con entrañas.

Es cierto que la administración del Estado, entendiendo por ésta al conjunto de administraciones públicas, entes creados “ad hoc” y demás superestructuras burocráticas, está mastodónticamente sobredimensionado, es ineficiente e insostenible. No es menos cierto que determinados servicios públicos esenciales, como la educación, sanidad o los servicios sociales, tienen un largo camino por delante para alcanzar los niveles de excelencia deseados y deseables. Tampoco es incierto, por ejemplo, que el sistema de pensiones precise de una nueva, valiente y sensata regulación que evite su colapso y garantice su viabilidad.

Son acaso unos pocos ejemplos de lo que no funciona pero hay muchos más. Pero, tras estos fracasos, no se esconden razones ontológicas e insuperables para todo lo que huela a Estado. En absoluto. Es tanto como decir que el mercado es níveo, casto, puro y garantía de éxito pleno. ¿O es que acaso en las empresas privadas no hay corrupción, detrayendo beneficios para sus accionistas, minorando su contribución a la Hacienda Pública y condenando a sus trabajadores a menores salarios e, incluso, al despido? ¿O no es cierto que algunas grandes empresas, que tanto presumen de su excelencia, seducen en su propio beneficio al poder político, contribuyendo al debilitamiento de ese mismo Estado que tanto denuestan?  ¿O no es verdad que importantes empresas, tras sesudos estudios de mercado y demás cálculos financieros, han tomado decisiones de inversión calamitosas cuyas devastadoras consecuencias son ulterior e irremediablemente soportadas por el Estado?  

Satanizar al mercado es tanto o más descabellado que hacer otra tanto con el Estado. Sin empresas, sin innovación, sin valientes con ideas, sin afán de superación no hay futuro posible. Luego el libre mercado, con los debidos controles, es un aliado imprescindible para la prosperidad colectiva. Mas el Estado, en su justa proporción, en también enteramente necesario pues hay tendencias del mercado que han ser corregidas por éste; porque en toda sociedad hay personas vulnerables o en situación de debilidad que no podrían subsistir en un mercado desalmado y para quienes un Estado justo es su único salvavidas.

¿Tiempo, coste y beneficio? Sí. Ética individual y moral pública, también. A quienes tildan al Estado como un antigualla del socialismo científico, a quienes conciben la prestación pública de determinados servicios troncales como una intromisión ilegítima en la libertad, a los libertarios más desvergonzados les recordaría que el mismísimo Adam Smith marcó límites para su mano invisible: lo que él llamó la tragedia de los comunes (esto es, la avaricia) y el abuso de los recursos limitados.

De laissez faire nada de nada. Los individuos somos egoístas por naturaleza e incurrimos reiteradamente en lo advertido por Aristóteles: la persecución, como fin y no como medio, del mero incremento de bienes es irracional. Los fines individuales deberían ser la plenitud, la virtud y la felicidad.

En las antípodas de esta teoría encontramos a Karl Marx, que en su obra El Capital consagraría el principio del materialismo histórico. No es posible entender la economía como una mera producción, relegando a un crónico e inmoral olvido la dignidad debida de la clase obrera. Tras la acumulación excesiva de riqueza y el reparto deshonesto de las plusvalías se esconde una génesis histórica y abusiva, con un  único antídoto: la revolución y la lucha insoslayable entre proletarios y propietarios.

Si de algo estoy cansado es de tener que elegir permanentemente, so pena de ser tildado de hereje por unos o por otros. Lo lamento pero me quedo con lo bueno de ambas formulaciones aún a pesar de que los ensayos y desarrollos reales de ambas teorías, a manos de oportunistas sin escrúpulos, dejaran mucho que desear. Sin riqueza nada más se puede hacer salvo repartir la miseria con equidad. Soy fiel defensor de la propiedad privada, de la economía de mercado y de la libertad individual pero también de un Estado fuerte que enerve las inercias perversas del sistema y garantice una vida digna a todos sus administrados.

Lo llaman socialdemocracia, creo. La socialdemocracia debería poner alma al mercado pero sin renunciar a la razón. El modelo keynesiano tiene algunas bondades pero haríamos bien en no olvidar lo advertido por Friedman: La sociedad que antepone la igualdad a la libertad no tendrá ninguna de las dos cosas. La sociedad que antepone la libertad a la igualdad obtendrá una gran medida de ambas. La socialdemocracia, como casi todas las ideologías en un mundo cambiante, también ha tenido su crisis cuyos síntomas todavía colean. En mi modesta opinión, y ciñéndome al ámbito nacional, las causas serían las siguientes: la tímida e inexplicable defensa de la integridad de la Nación Española; la aprobación de leyes revisionistas donde prima la estigmatización al contrario sobre la reparación de dignidades silenciadas; el acercamiento a posturas radicales y rupturistas; la capitulación respecto de la política solvente  para entregarse a la propaganda y atrezzo más insustanciales y el pésimo acierto para elegir a sus últimos líderes y lideresas. Es una reflexión de brocha gorda pero por ahí van los tiros. Hay que ser muy cándido o muy kamikaze para no verlo.

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