Estaba escuchando «Freedom«, un temazo de Kungs (en colaboración de Wolfgang Patrick Valbrun) mientras leía las bochornosas declaraciones del embajador saudí en Estados Unidos, Abdullah Al-Saud, al preguntarle si dejaría de usar bombas de racimo en Yemen, a lo que él contestó jocosamente que «eso sería lo mismo que preguntarle si dejaría de golpear a su mujer». No solo son unas declaraciones vergonzosas en un diplomático sino que con su actitud avergüenza al conjunto de los seres humanos.

No cabe en mi cabeza la posibilidad, ni siquiera remota, de golpear a un ser querido como es, o debería ser, una esposa. Es la persona que comparte contigo todos los momentos de tu vida, lo buenos y los malos. Está siempre ahí. ¿Cómo puede golpearla? Y además, por su tono jocoso, de manera sistemática, como quien se lava los dientes y la cara a diario. Algo rutinario. Algo que ha crecido fomentado por el machismo más primitivo y cavernícola, en ausencia de una buena educación y por supuesto en ausencia del más elemental signo de libertad.

Una libertad a veces infravalorada, a veces malentendida, a veces repudiada, pero que representa mucho más que abolir el Estado, reducir los impuestos a las grandes fortunas, fomentar multinacionales sin escrúpulos o cualquier otro acto que represente el neoliberalismo. El liberalismo es el izquierdismo más primitivo, es parte principal y fundamental del progresismo como corriente antagónica del conservadurismo. Es el primer intento organizado que tuvo la sociedad para acabar con los privilegios irracionales de la nobleza y la clase aristocrática. Y no defendía, como popularmente se cree, el anarquismo o el rechazo al Estado. La libertad que defendía el liberalismo como movimiento ideológico del siglo XVIII, es un compendio de libertades que incluyen el laicismo, el derecho a la propiedad, los derechos fundamentales humanos, el derecho a elegir libremente a sus representantes políticos, el rechazo a la esclavitud social o laboral, la libertad de prensa, de opinión o de culto, entre otras. Por lo tanto, la libertad no es un asunto exclusivo del ámbito económico.

Pero no debemos olvidarnos de otra libertad más apremiante e indispensable que a menudo pasamos por alto: la libertad de vivir como se quiera y donde se quiera. Esto es algo que los tribunales y los encargados de mantener las fronteras no tienen en mente cuando dicen que los refugiados sirios no pueden vivir dentro de sus límites nacionales o que los emigrantes no pueden residir en un país que no sea el de su pasaporte, y para eso defendemos un Brexit o un nuevo muro de la vergüenza que divida físicamente a EE.UU. y a México.

¿Cuándo, cómo y quién decidió por primera vez poner puertas al campo, fronteras a los sueños y obstáculos a las personas que quieren vivir su vida? Lo único que me diferencia de un africano o de un asiático es el idioma y algún rasgo como la forma de los ojos o el color de la piel, pero seguimos siendo seres humanos, con un cuerpo que funciona igual, una sangre que recorre el mismo camino y que es del mismo color.

La libertad era uno de los derechos que nos dimos a nosotros mismos desde que aparecimos hace siete millones de años en este maravilloso planeta que tanto quiero. Y porque lo quiero tanto quiero decidir en qué parte quiero vivir. Libre circulación lo llamaban cuando interesaba, control eficiente migratorio lo llaman ahora. La libertad ya no es un derecho como nos quieren hacer ver, es un bien de lujo que no todos pueden adquirir cada vez que se les dice que: no puede permanecer en un país, no puede estudiar, no puede trabajar, no puede seguir viviendo en su casa, o que no puede tener algo tan básico como puede ser electricidad en España o agua potable en algún país tercermundista. La libertad fue siempre algo por lo que luchar, ya fuese en la antigua Roma, en la Revolución Francesa o en la película de «Braveheart». Tras miles de años luchando por conseguirla, no nos vamos a rendir ahora, ¿verdad?

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