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Lectures epidérmicas

Jaume Prat Ortells
Jaume Prat Ortells
Arquitecto. Construyó hasta que la crisis le forzó a diversificarse. Actualmente escribe, edita, enseña, conferencia, colabora en proyectos, comisario exposiciones y fotografío en diversos medios nacionales e internacionales. Publica artículos de investigación y difusión de arquitectura en www.jaumeprat.com. Diseñó el Pabellón de Cataluña de la Bienal de Arquitectura de Venecia en 2016 asociado con la arquitecta Jelena Prokopjevic y el director de cine Isaki Lacuesta. Le gusta ocuparse de los límites de la arquitectura y su relación con las otras artes, con sus usuarios y con la ciudad.
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análisis

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Dos cosas de las que estoy convencido: Primero, los arquitectos (yo también, reconozco) somos unos reaccionarios inconscientes o directamente peligrosos, algo así como un tío que conduce un Hummer a 180 por el carril contrario de la autopista mientras explica con toda tranquilidad a un copiloto ya resignado a la muerte que son los otros los que van en la dirección equivocada. Segundo, que la distancia que separa nuestras competencias y nuestro saber del ciudadano que no ha estudiado es cada vez menor, como es cada vez menor la distancia que separa nuestra impotencia de la del ciudadano que no ha estudiado arquitectura.

Me explico: está de moda hablar de la crisis de nuestro modelo de ciudad. Y digo expresamente está de moda porque este debate, el segundo más importante que podamos tener hoy día después del de la gestión del territorio, está sometido a los vaivenes de la actualidad. No es constante. Se compone mayormente de opiniones oídas de otra gente que también las tiene de oídas de alguien que ha leído mal un artículo, opiniones repetidas hasta que dejan de tener sentido, sean o no pertinentes estas primeras opiniones, por cierto.

No hace ni una semana el primer debate más importante, el de la gestión del territorio, nos estallaba en los morros al levantarse la naturaleza, decir ola k ase y mostrarnos cómo de frágil es nuestro estado de las cosas. La gestión del territorio es un tema que me obsesiona. Cuanto mas sé más me doy cuenta de todo lo que me falta por saber. Una de las pocas cosas de las que sí me he dado cuenta es que cualquier solución que llegue tiene que ser necesariamente política. Pero ups, hoy tenemos unos políticos en el mejor de los casos mediocres, en el peor cortoplacistas, inconscientes, poco preparados, eso sin olvidar que es el gremio de toda la sociedad con más presencia de psicópatas y narcisistas perversos. En todos los partidos y de todos los colores políticos. Preguntad a los psicólogos. En fin, que esta cuestión de la gestión del territorio nos ha confrontado con el hecho que un colectivo, un municipio o cualquier institución menor que una diputación (y a una diputación le viene justo) o un gobierno regional o central no puede hacer absolutamente nada por este tema. Entonces se montan conciertos solidarios, se comparten algunas fotografías y vídeos en redes sociales, algunos de ellos filmados en Tailandia, por cierto, y, sencillamente, nos olvidamos del tema porque a nadie le gusta sentirse impotente. Pero lo peor es que el tema sigue olvidado cuando hacemos la única cosa útil que podemos hacer al respecto, que es votar. Siempre nos quedará quejarnos.

Este reaccionarismo de los arquitectos viene de una creencia tan prepotente como supersticiosa: pensar que los problemas se arreglan diseñando. Afirmo: el diseño no es arquitectura. El diseño es, en el mejor de los casos, un instrumento, idealmente la distancia más corta, que materializa una idea de arquitectura. Una reflexión: hará un par de años oía a la arquitecta Itziar González explicar que la inversión más importante de la reforma de las Ramblas de Barcelona quedará enterrado, lo que demostraba la capacidad de pensamiento infraestructural con que se emprende esta reforma -que pone énfasis en aquello verdaderamente importante y evidencia la seriedad de su respuesta. Esta parte del proyecto, la más importante y cara, es la única que no ha sido sometida a un proceso de participación. No se puede. No sabemos lo suficiente. Se toma la decisión, entran los técnicos y solucionan el problema. Lo que se va a discutir va a ser lo más superficial -literalmente superficial- y barato, mientras que la infraestructura que soportará el proyecto habrá sido decidida, como tiene que ser, por unos técnicos escogidos mediante concurso público. Ser conscientes de ello nos hace ser más maduros a la hora de aceptar los límites de aquello que podemos o no hacer. No podemos influir en lo más importante del diseño del proyecto, pero sí podemos votar a los políticos que emprenderán el concurso que lo pondrá en marcha. Y esto es tener mucho poder.

Muchos de los arquitectos saben esto, como sabemos que la escala del diseño epidérmico, tangible, no acostumbra a solucionar casi ningún problema. Pero seguimos poniendo énfasis en esta escala y es esto lo que nos convierte en reaccionarios. Adicionalmente, la dificultad de acceso y debate de los grandes proyectos infraestructurales nos conduce a un sentimiento de impotencia muy parecido al que, como ciudadanos, nos hace apartar la mirada de las cosas que no podemos controlar, como la gestión del territorio o, cada vez más, las infraestructuras de nuestros propios edificios, con toda la impotencia que esto genera. Esto nos confronta con los límites de nuestra mirada. Lo que vemos más es la epidermis de las cosas. Aquello superficial. Los cortes, las disecciones, son para los expertos, que pagan el tributo o de pensar en abstracciones cuando nos enfrentamos con estos problemas o de ver siempre la profundidad de las cosas obviando que, a menudo, la belleza necesita ir acompañada de una cierta superficialidad. La piel es un refugio. Curioso como tres de los artistas más importantes de todo el siglo XX, Salvador Dalí, Joseph Beuys y Andy Warhol, hicieron toda su carrera pensando en la piel. Porque, como decía este último, lo profundo está en la superficie. Que a veces se agita, se agrieta y se rompe. Nos suele dar miedo mirar lo que se muestra en casos así.

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