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Lecciones del coronavirus

Manuel Machuca
Manuel Machuca
Manuel Machuca, farmacéutico y escritor, es doctor en Farmacia por la Universidad de Sevilla y profesor en el Master de Atención Farmacéutica y Farmacoterapia de la Universidad San Jorge de Zaragoza. Ha sido presidente y fundador de la Sociedad Española de Optimización de la Farmacoterapia (SEDOF), de 2012 a 2016 y de la Organización de Farmacéuticos Ibero- Latinoamericanos (OFIL, de 2010 a 2012. Ha impartido conferencias y cursos sobre optimización de la Farmacoterapia en Polonia, Suiza, Portugal, España y en 16 países de América Latina. Es académico correspondiente de la Academia peruana de Farmacia y profesor honorario de la Universidad de Buenos Aires. Ha publicado decenas de artículos científicos en polaco, portugués, inglés y español. Como escritor ha publicado cuatro novelas, una de las cuales fue finalista del Premio Ateneo de Sevilla de novela en 2015, y participado en varias antologías de relatos. Aquel viernes de julio (Editorial Anantes, 2015) El guacamayo rojo (Editorial Anantes, 2014) Tres mil viajes al sur (Editorial Anantes, 2016) Tres muertos (Ediciones La isla de Siltolá, 2019)
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análisis

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Hablar de las lecciones que podríamos, que deberíamos, aprender acerca de la crisis del Coronavirus a día de hoy, puede entenderse como un ejercicio de insensatez, un riesgo innecesario que toma quien escribe. Porque faltan datos, porque aún sabemos muy poco de este COVID-19 que ha venido para quedarse entre nosotros. Sí, se quedará. Igual que la gripe A, que llegó y al parecer es a día de hoy la responsable de esas epidemias estacionales que cada año provocan muchas muertes en enfermos de riesgo, muchas más que las que hasta ahora ha producido este nuevo vecino que nos ha salido.

A pesar de que soy farmacéutico, no pretendo disertar ni emitir juicio alguno de aspectos que no me corresponden. Pero no porque lo sea, sino porque lo que necesitamos es unidad en la información, y esa nos la deben dar, y creo que nos la están dando, las autoridades sanitarias. He recibido, como casi todos, decenas de mensajes de médicos, presuntos o reales, de científicos o paracientíficos, todos ellos exigiendo su minuto (a veces muchos más, qué coñazo) de gloria y me niego a ser uno más. No, no lo deseo, porque no soy experto en el tema y porque la vía para salir de esta crisis con el menor daño posible es la de ponernos en manos de los expertos y caminar juntos. Y esta es una de las grandes lecciones a aprender, porque ello no quiere decir que debamos seguir a líderes incuestionables e infalibles, tenemos la democracia para corregir aquello que no nos guste. Es más, la crisis ha retratado a los aspirantes a líderes, y de paso nos ha mostrado la calidad de algunos de los antiguos, como los que pacen en Marbella o el comisionista abdicado.

De lo que me gustaría hablar es de otros aspectos que incluso son más importantes que la pandemia. En realidad, me voy a referir a otra pandemia infinitamente más grave y mortal de la que también deberíamos salir y sin embargo, mucho me temo que no se superará con esta crisis sanitaria si no se alarga un poco en el tiempo y nos da lugar a caer en la cuenta. Individualismo, neoliberalismo y el concepto de nación derivado de ellos, son enfermedades infinitamente más tóxicas y de mayor mortalidad para el ser humano, y a estas alturas para el planeta, que cualquier virus ARN que aparezca por aquí.

Si algo se puede aprender de esta pandemia es, y lo demuestra la enorme responsabilidad de la inmensa mayoría de los ciudadanos de a pie, que el éxito solo será posible desde lo colectivo. Pocas veces como hasta ahora se ha podido demostrar que el ser humano es un animal de manada, y es en la manada, y no en ningún macho alfa con anticuerpos españoles donde reside nuestra fortaleza.

La sociedad del bienestar, con todos sus progresos y avances, nos condujo a su vez, porque todo tratamiento tiene sus efectos secundarios y colaterales, a un estado de nirvana en el que el ensimismamiento, la mirada individual a nuestro propio ombligo, nos alejó del todos, para llevarnos a un yo, o, en todo caso, a un nosotros frente a los demás, que es más o menos lo mismo, en el que el neoliberalismo consiguió el caldo de cultivo idóneo para implantar sus políticas. El resultado ya es conocido por todos: en lo colectivo, aumento de las desigualdades, destrucción del ecosistema, condena a la migración a las poblaciones más empobrecidas y destrucción del todavía escaso bien común generado desde la II Guerra Mundial, servicios sociales como los sanitarios, por la vía de la desnutrición progresiva; y en lo individual, la depresión, mucha depresión, porque el ser humano solo alcanzará una verdadera felicidad por el camino de la justicia social.

Es en este sistema decadente y con su propia crisis, donde anida el virus COVID-19. Lo hace en una generación que jamás conoció el sufrimiento y que no estaba preparada para manejarlo. El Coronavirus apareció mientras unos viajaban por tierra o por mar de manera precaria para salir de la miseria, y otros lo hacíamos por aire en vuelos de bajo coste para permanecer en una eterna adolescencia, ajenos al sufrimiento del resto de nuestra especie. Pareciera que no podría haber caído en peor momento para nosotros el virus, con nuestras fuerzas colectivas debilitadas cuando tanto esfuerzo común se necesita para vencer a un enemigo así. Pero…

Contra todo pronóstico, como hubiera dicho un mal periodista deportivo ante la derrota de un equipo poderoso, la comunidad comienza a resurgir de sus cenizas. Empezamos a caer en la cuenta de que el sentimiento de manada perdido durante las últimas décadas permanece aún en nosotros. Han sido demasiados siglos, milenios como para perder en apenas cincuenta años todo el trabajo realizado. Porque, ¿qué son cincuenta años de soledad entre miles y miles de comunidad? Nada, poca cosa, como se está viendo en las redes entre la gente de a pie: profesores de gimnasia que ayudan a practicar deporte, bingos colectivos cantados a viva voz desde las terrazas, bailes, jóvenes que se ofrecen a hacer los recados a los mayores… comunidad. Incluso entre quienes nunca conocieron otra cosa que el yo y el ombligo.

Hoy podemos comenzar a pensar que no hacen falta cursos de liderazgo ni de mindfulness. No existe nada a título individual que nos saque del atolladero, la verdadera felicidad es una emoción colectiva, y por ello bien haríamos en caer en la cuenta en esto, y ahí tenemos el reto que no deberíamos dejar pasar, para exigir y exigirnos ciertos cambios de cara al futuro inmediato. Renunciar a nuestros derechos colectivos, adorar a la economía liberal como único Dios verdadero, dejarnos engañar por psicologías individualistas, por líderes verborreicos rebosantes de hispagenes, no es el camino. Que hayan sido ellos los primeros en caer bajo las garras del virus es una auténtica metáfora cuyo significado no deberíamos olvidar.

Ojalá aprendamos la lección. Ojalá nos demos cuenta de que ni el yo ni el nosotros nos va a llevar a ningún puerto seguro. Que somos manada, y que por eso mismo el derecho a la salud, a la justicia, a una vivienda digna para todos, el derecho a cuidar y a cuidarnos han de ser innegociables. Que los aplausos que cada noche damos a los profesionales sanitarios nos los demos también a nosotros y que no volvamos a renunciar a nuestra fuerza. La de todos, sin distinción. Porque el Coronavirus nos lo está diciendo: o todos, o nadie. Así que abrigo la esperanza de que esta crisis dure lo suficiente como para que no volvamos a renunciar a lo que es nuestro, a lo que es de todos y que tantos siglos nos ha costado aprender.

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