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Las visitas a casa de George Steiner

Guillem Tusell
Guillem Tusell
Estudiante durante 4 años de arte y diseño en la escuela Eina de Barcelona. De 1992 a 1997 reside seis meses al año en Estambul, el primero publicando artículos en el semanario El Poble Andorrà, y los siguientes trabajando en turismo. Título de grado superior de Comercialización Turística, ha viajado por más de 50 países. Una novela publicada en el año 2000: La Lluna sobre el Mekong (Columna). Actualmente co-propietario de Speakerteam, agencia de viajes y conferenciantes para empresas. Mantiene dos blogs: uno de artículos políticos sobre el procés https://unaoportunidad2017.blogspot.com y otro de poesía https://malditospolimeros.blogspot.com."
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análisis

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Microsoft Word – 079- LAS VISITAS DE GEORGE STEINER.docx

Conocí a George Steiner por casualidad. La primera vez que nos vimos (y el recuerdo es un inmenso tesoro) supongo que se había perdido por los bosques de la Garrotxa tras un buen paseo. Apareció en casa y devoramos un largo sábado de preguntas y respuestas charlando sin cesar. Fue una experiencia sumamente excitante, en todos los sentidos, pues su capacidad de pensamiento teórico tenía algo de carnal, un cierto erotismo, incluso, procedente de desnudar al máximo las palabras. Y es que hay los que visten su discurso añadiendo y los que, aunque parezca que no, descarnan las palabras hasta introducirlas en lo más hondo. Un poco como cuando, de joven, descubres Shakespeare y te das cuenta de que todo aquello que te han explicado, dicho o teorizado sobre él, no es nada, apenas ceniza o un poco de polvo ante el indescriptible gozo de caer rendido y totalmente inmerso en sus obras. Naturalmente, y no hace falta que se lo diga, preparé una habitación para el señor Steiner y le dije que regresara cuando quisiera.

En los siguientes años, Steiner no dejó de visitarme. Entonces ya no era ni casualidad ni el azar, que es poco proclive a adaptarse a nuestros intereses y, por ello, cuando nos beneficia hay que venerarlo (y, todavía más, aprovecharlo). Las visitas empezaron a ser programadas, encargadas, buscadas y, hasta cierto punto, previamente elaboradas.

Cuando el señor Steiner llegaba a casa, estaba todo preparado. Se estableció un pequeño ritual variable, a veces con vino y otras con café, pero siempre había esa pequeña constante que son el lenguaje y el silencio. Su voz se adaptaba, en el interior de mi cabeza, a la mía propia. Su discurso se extendía por toda mi mente ramificándose por recovecos de lecturas olvidadas y que, de repente, adquirían significados y sentidos que habían pasado desapercibidos en su momento. Steiner no es simplemente un profesor de pensamiento o de literatura, sino de lectura. Aun lejanas, uno percibe que ciertas lecturas de antaño son presencias reales en uno mismo, que continúan latentes y enquistadas, parte de lo que uno ha acabado siendo. En estas conversaciones, íntimas, casi susurradas, Steiner desgrana el concepto de que nos creamos a nosotros mismos a base de cultura y palabra, un cincel que, mediante una gramática de la creación, conjunta procedimiento y resultado.

De vez en cuando, ya lo sabrán, Steiner callaba. Todo amante de la música juega con el silencio, sabe que este puede ser tanto ausencia como presencia. El silencio de Steiner no es mudo, ni mucho menos, sino que es como el silencio de los libros, que continúa manteniendo todas las palabras en su interior mientras nadie los lee. Esos pequeños paréntesis, necesarios para digerir lo dicho (insisto: digerir, el colofón de un proceso altamente alimenticio y nutritivo ligado a la reflexión, posterior al pensamiento del rumiar) eran útiles para apreciar la magia de sus visitas: contraviniendo al tiempo y a la lógica, había visitas que se repetían, y Steiner regresaba con la misma forma, es decir, vestido igual y con los mismos gestos y

palabras y, sin embargo, te decía más, mucho más (algunos, lo llaman releer). Esto, te llevaba a preguntarte si cada visita era, también, otra visita que no se había producido, como si un escritor pudiese escribir, repetidamente, los libros que nunca ha escrito; como si un poeta intentase componer, una y otra vez, el poema que nunca compuso. Aquí es cuando aparece aquello que no le acepté jamás de los jamases: que no se considerase un creador. Es imposible que su asombrosa inteligencia no tuviese claro que acometía, con vigor y precisión, un acto creativo más amplio y vasto (y, por tanto, más difuso) que muchos otros. Me gusta pensar que se lo callaba para no irritar ni a los artistas ni a aquellos críticos que son, simplemente, críticos. No por humildad (que sería falsa), sino por prudencia.

Sus visitas eran tan intensas que, después, era necesario establecer un espacio entre unas y otras. Uno no puede saborear dos excelentes vinos sin un descanso para el paladar, que todo se ponga en su sitio. Un excelente plato, requiere un entrante ligero, que prepare las papilas gustativas sin saturarlas. Pero este espacio entre visita y vista no es exactamente un vacío inocuo, sino, tal vez, un vacío desmesuradamente poblado por un marasmo de hechos y un exceso de palabras, aquello que le llaman la vida diaria y que le dan una relevancia a los silencios de Steiner. Y es que uno, con el tiempo, iba percibiendo que, esos silencios, estaban cargados de cierta nostalgia del absoluto, un absoluto en el que él mismo no creía (pero, quizás, no le hubiera importado mucho creer) por una cuestión más de imperativo intelectual que de necesidad moral. Los pequeños fragmentos que un servidor era capaz de recoger de su discurso, no eran sino parte de lo que él rescataba de las lecciones de los maestros. Él, Steiner, conocía como nadie esos maestros, sus interrelaciones y, también, solapamientos: las culturas, los tiempos históricos, se solapan, conviven más en nosotros de lo que podemos llegar a creer, son como diferentes capas de un tejido que se van superponiendo para llegar a realizar la piel del ser humano, un ser que, opino, Steiner creía que teníamos la oportunidad de llegar a serlo pero que, fatalmente, nos estábamos distanciando de ello. Me parece que él pensaba, en esos silencios en el jardín de mi casa mientras yo miraba el paisaje por encima de su hombro, que el hombre pretendía aprender más de sus verdades que de sus erratas, y que ello era un lastre. Steiner no hablaba casi nunca de una manera directa de la naturaleza (sumamente relacionada con la verdad y el error), no obstante, había en esa poesía del pensamiento que se extendía por todo el jardín una sumisión a lo ineludible de la naturaleza misma. Esto se aprecia, en algunas personas, en su relación con los animales: Steiner no creía en la lealtad de su perro, sino en la lealtad que él le debía al perro.

En estos días de confinamiento, contemplo absorto como se impone el discurso de que estamos encerrados para protegernos de un virus. Y no es del todo cierto: lo estamos porque durante muchos años decidimos dedicar nuestros recursos a otras cosas, en deprecio de una sanidad pública que no distinga entre las diferentes oportunidades de los seres humanos. Pero el señor Steiner es capaz de romper cualquier confinamiento y presentarse en casa. Aquí, como siempre, tiene su habitación (ese espacio propio que nos recalcó Virginia Woolf y del que el maestro no dudaba de su necesidad), y tiene su jardín y ciertos rincones de los que ya se ha apropiado y que le cedo con sumo placer. Hable de lo que hable, Steiner siempre me

recuerda que la facilidad de imponer un discurso a la gente, está intrínsecamente ligado a las carencias de la educación y de la cultura. Que esta educación y cultura no solamente son los sanitarios del alma, sino los cuidadores de la libertad: que la libertad de pensamiento precede a la libertad de movimiento.

Ahora viene a colación que, una vez, con una expresión ligeramente amarga, me comentó que dudaba si, en el pasado, se tendría que haber acercado más a la política. Escuchándole atentamente en tantas visitas, creo que era injusto consigo mismo, que ya lo hacía, que sus pensamientos era profundamente políticos. ¿Acaso no son políticas todas y cada una de las Antígonas escritas? Esto él lo sabía muy bien. El idiota aristotélico no solamente es aquél que le da la espalda a sus gobernantes, que se queda en casa como si el mundo no fuera con él, sino también el que rechaza la educación continua, el pensar. Sacrilegio sería poner en la boca de Steiner palabras que nunca me hubiera dicho, pero ¿tan erróneo sería suponer que creía vivir en un mundo de idiotas según esta acepción?

Sea como sea, mi casa continúa estando abierta a sus visitas. Sé que no dejará de venir por esta esquina de la Garrotxa. Sé que regresará una y otra vez. Sé que, en el fondo, nunca se va, siempre está aquí. Que, por pequeño y ridículo que parezca todo esto, siempre se olvida alguna cosa, precisar algún aspecto, levantar algún significado oculto bajo una piedra, ya sea una palabra o ya sea un silencio, que justifique su eterna presencia. Y, aunque solamente sea por ello, gracias, de verdad que muchas gracias, señor Steiner, por sus visitas.

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