“¡Cómo me gustaría dormirme el día veintitrés de diciembre y despertar el siete de enero!”.

Eran ya muchas las navidades que Loreto le escuchaba esa frase a su vecina doña Julia, que luego continuaba:

“Para mí estas Fiestas ni fu, ni fa. Desde que murió mi querido Leopoldo, que en Gloría esté, ya nada es igual. Él las disfrutaba como un niño. Un niño cabezón. Porque mira que se lo dije: Leo, que ese ladrón tiene demasiadas conexiones, que vamos a salir ardiendo. Y él ni caso, venga enchufar lucecitas: las del Belén, las del arbolito, las del balcón… Ahí es cuando yo debería haber sido tajante y nada de advertencias, fuera la iluminación y punto. Pero le hacía tanta ilusión al pobre que fui incapaz de desconectar tanto cable. Hasta que el treinta y uno pasó lo que no debería haber pasado: Daban los cuartos o ¿eran las campanadas?, el caso es que yo ya tenía varias uvas en la boca, y Leo dijo lo que siempre decía: ‘San Silvestre despídete de este’ y, de repente, ¡plofff!, nos quedamos a oscuras. Pensé: Esto es de mal augurio. Así sucedió, se me murió en febrero. Por eso odio estas fechas y también a San Silvestre, quizá si no le hubiese mentado…,   o si me hubiera hecho caso con lo del puñetero ladrón pues no se habrían fundido los plomos y apagado nuestra suerte ¿Sabe que no he vuelto a comer uvas? No señora, ni en verano. Yo todo lo hacía por él. Aún me parece escucharle: ‘¿Julita has comprado las uvas?’. Claro que las tenía, escondidas, y le hacía de rabiar diciéndole: ‘¡Vaya, se me han olvidado!’ O, ‘No, este año van a ser doce gajos de mandarina que están más baratas’. Él sabía que era broma y yo que no podía dejarle sin ellas. Usted no sabe Loreto…, también me hizo sufrir. Sí, pese a todo…, le perdoné y le quise siempre”.

Entonces doña Julia, en ese eterno ‘siempre’, dejaba de hablar, sacaba un pañuelo con olor a lavanda del bolsillo del abrigo y se limpiaba los ojos lacrimosos. Loreto, como en navidades anteriores, la consolaba con las mismas palabras:

“Él también la quiso mucho doña Julia. Eso es lo que debe recordar, los momentos que fueron felices. Y deje ya de martirizarse pensando si debería haber hecho esto o lo otro. Ni usted, ni el apagón y menos aún San Silvestre, tuvieron la culpa de que la puta enfermedad se presentase sin avisar y se lo llevara en dos meses”.

Doña Julia asentía con resignación y musitaba:

“Sí, sí avisó la muy zorra, a su manera… Dejándonos sin terminar las doce uvas de la suerte”.

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