A nadie se le escapa que entre Felipe VI y Pedro Sánchez hay tensión, escaso feeling, mal rollito. Desde que el líder socialista puso en marcha la moción de censura contra Mariano Rajoy por la sentencia del caso Gürtel, el Jefe del Estado y el del Ejecutivo han tenido sus más y sus menos. Al monarca no le agradó la idea de que se pudiera descabalgar a un presidente elegido en las urnas con el apoyo de nacionalistas, independentistas catalanes y Bildu. Y desde entonces la relación es más bien fría, cuando no distante. El último episodio de desencuentro entre ambos poderes del Estado se ha conocido en los últimos días, cuando el periodista Raúl del Pozo contaba en su columna que Juan Carlos I está que trina con el tratamiento poco respetuoso que supuestamente da a su hijo el Gobierno socialista. El escritor incluso llega a decir que el emérito está convencido de que se está tratando a Felipe VI como si fuese “un taxista”, es decir, que se recurre a él simplemente para cuestiones menores de protocolo sin tenerlo demasiado en cuenta para los grandes asuntos de Estado. O lo que es lo mismo, Juan Carlos I cree que Pedro Sánchez y Pablo Iglesias le están haciendo el vacío al rey de España.

Lo que piense el emérito no tiene trascendencia política alguna, ya que él mismo, al abdicar en junio de 2014, decidió desvincularse de cualquier tarea o función importante, más allá de su labor altruista de representación institucional en actos oficiales dentro y fuera de nuestras fronteras. Sin embargo, sus opiniones, filtradas al mundo a través de uno de los periodistas mejor informados sobre Casa Real, siguen teniendo repercusión y resultan significativas para tomarle el pulso a esta España donde la crispación está llegando ya a las más altas magistraturas del Estado. Quizá se trate de la nostalgia del pasado (el emérito jugó un papel crucial en la Transición que hoy no tiene su hijo) o quizá se trate del simple instinto protector de ese padre que ve cómo a su vástago no se le reconocen los méritos contraídos. Pero el caso es que algo parece haberse roto entre la Monarquía y el Poder Ejecutivo representado por el presidente Sánchez.

En su columna, Del Pozo desvela el motivo del cabreo del emérito: “Borrado como Trotski de la pasarela del Estado, está enfurecido por el trato que está recibiendo su hijo. Después de prometer su cargo ante el monarca, y antes de comparecer en Moncloa para informar de la composición del Ejecutivo, Sánchez informó al rey de su nuevo Gobierno, es de suponer que por teléfono, porque no acudió en persona. Juan Carlos I, el que fue moderador de tantas pasiones, está ofendido porque llaman a su heredero como si pidieran un taxi”. A Juan Carlos no solo no le ha gustado que los nombres de los ministros trascendieran al país al margen de Zarzuela, sino que Pedro Sánchez anunciara en su día su histórico acuerdo con Pablo Iglesias para desbloquear la situación política (el primer Gobierno de coalición desde la Segunda República con el apoyo de los independentistas) mientras su hijo estaba de viaje oficial, a miles de kilómetros de distancia. ¿Está funcionando el “puenteo” a los borbones? ¿Hay consigna en el gabinete Sánchez para ir por libre? Es lo que sospechan en Zarzuela, aunque nada se dice en la Constitución sobre la obligación de informar al Jefe del Estado, in situ, personalmente y cara a cara, sobre la configuración de los ministerios, por mucho que en ellos haya personajes provenientes del mundo comunista.

Con todo, el mosqueo real es más que evidente y vendría a confirmar las tiranteces y tensiones que ya existían desde hace meses entre ambos resortes del Estado. Llueve sobre mojado, más aún cuando la lista de supuestos agravios (negados en público por Casa Real pero reconocidos en petit comité) sigue engordando. Los cambios de protocolo de última hora; el rol secundario que se le ha adjudicado al monarca en los meses del bloqueo (al contrario de lo que ocurría con el emérito, que ejercía una función de arbitraje entre partidos mucho más potente y eficaz); o el hecho de que los diputados socialistas y de Unidas Podemos no hayan defendido con efusión a Felipe VI ante los desprecios y desplantes que los independentistas catalanes y vascos le dedicaban desde la tribuna de oradores del Parlamento durante la sesión de investidura (mientras la ultraderecha daba constantes vivas y vítores al monarca) han ido enfriando poco a poco las ya algo turbulentas relaciones entre Zarzuela y Moncloa.

También conviene no olvidar aquel infausto día de mayo del 19, cuando el Congreso de los Diputados acogía la capilla ardiente del fallecido Alfredo Pérez Rubalcaba, donde ya saltó alguna que otra chispa (algunos medios de comunicación informaron de que Felipe VI llegó a reprochar a Sánchez que estuviese usurpando funciones propias de la Corona en relación con la ronda de consultas de los partidos políticos). Y tampoco ha gustado en la Casa Real el papel poco relevante que se le ha reservado al rey durante la pasada Cumbre del Clima celebrada en Madrid, por mucho que desde el palacio real se diga que el monarca “ha estado informado en todo momento por el Ejecutivo”.

Todo ello, gota a gota, ha exasperado a Juan Carlos I, que por lo visto va anotando en una lista negra todas la faenas y jugadas contra su familia, como aquel enfado que se agarró cuando fue excluido de los actos de conmemoración del 40 aniversario de la celebración de las primeras elecciones democráticas en España, en los que sí estuvieron presentes los reyes Felipe y Letizia, acompañados por las principales autoridades del Estado español, entre ellas el presidente del Gobierno en ese momento, Mariano Rajoy. En aquella ocasión Del Pozo le envió un mensaje al monarca jubilado: “¿No cree Su Majestad que no invitarle a la conmemoración de la democracia es como no invitar a Napoleón a la conmemoración de la batalla de Austerlitz?”. Y la respuesta fue: “Sí, desde luego”. Tan lacónica como sintomática del fastidio del monarca.

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