“La radio del taxi retransmitía un programa de música clásica por FM. Sonaba la Sinfonietta de Janáček. En medio de un atasco, no podía decirse que fuera lo más apropiado para escuchar. El taxista no parecía prestar demasiada atención a la música. Aquel hombre de mediana edad simplemente observaba con la boca cerrada la interminable fila de coches que se extendía ante él, como un pescador veterano que, erguido en la proa, lee la aciaga línea de convergencia de las corrientes marinas. Aomame, bien recostada en el asiento trasero, escuchaba la música con los ojos entornados. ¿Cuántas personas habrá en el mundo que, al escuchar el inicio de la Sinfonietta de Janáček, puedan adivinar que se trata de la Sinfonietta de Janáček? La respuesta probablemente esté entre “muy pocas” y “casi ninguna”. Pero Aomame, de algún modo, podía”. 

Así comienza Haruki Murakami su novela “1Q84”. La lectura de este fragmento supuso para mí, gran aficionada desde pequeña a los libros, un interesante punto de inflexión en mi relación con la literatura, reafirmándome de inmediato en la idea de haber acertado de pleno con la elección de mi siguiente novela. Murakami, en aquel primer contacto todo un desconocido para mí y años más tarde sin duda uno de mis autores de referencia, es un escritor japonés apasionado por la música que, como Cortázar en su “Rayuela”, alude a esta especialidad artística con frecuencia entre sus líneas. Me fascina su capacidad de hacerme sentir en mi habitual estado de normalidad difícilmente emocionable y sus libros son de lo poco que he leído que me acerca a experimentar sensaciones y pensamientos similares a los que me produce la música. Quizá sea por esa simplicidad capaz de introducirte en un universo mágico donde confluyen en contradicción las razones de la razón y las razones del corazón o por la creatividad que emanan sus historias protagonizadas por personajes con un fuerte mundo interior que pone a prueba el tuyo propio.

Intentar describir el movimiento interno que leer a Murakami me despierta, supone ahondar en el concepto de experiencia estética como el modo de nombrar el momento en que el sujeto que experimenta se conmueve y que implica el deslumbramiento, el descubrimiento de dimensiones más amplias de la experiencia que producen una nueva mirada, una forma diferente de pensar y de percibir mediante los sentidos y que provoca una reconexión inmediata con el mundo. Para los que hemos convertido nuestra pasión por el arte en nuestra profesión, resulta especialmente fundamental contemplar, atender, experimentar, a fin de poder después expresar por medio de nuestra creación y volver a empezar el proceso. Los artistas necesitamos observar el mundo para enriquecernos, necesitamos mirar y escuchar para crear pues el arte constituye un importante proceso o construcción social y, por tanto, ha de ser aprendido y percibido.

La obra de arte es, en parte, tal cosa porque tiene la capacidad de recrearse en el sujeto que la percibe y es, en ese preciso momento de la recreación, cuando se produce la experiencia estética. Sin embargo, las posibilidades de que ésta acontezca no se reducen a momentos puntuales reservados a museos o salas de concierto sino que, como fruto de la experiencia y de un aprendizaje, pueden descubrirse en cualquiera de los infinitos momentos pertenecientes a nuestra cotidianidad. Del exterior nos llegan una cantidad inmensa de estímulos, olores, destellos, cosquillas, que originan en nosotros una determinada forma de captarlos convertida en sensaciones de placer, dolor, sorpresa. El procesamiento y la intelectualización de esos estímulos puede llegar a convertir algunos de ellos en experiencia estética.

Pero lo más hermoso desde mi punto de vista de esta reflexión, reside en mi plena convicción de que esa capacidad de percibir y de pensar que lleva a la experiencia estética puede aprenderse, de manera que la vida misma supone un continuo entrenamiento de esa otra mirada. Cuando el artista, continuo creador de experiencias estéticas, entre otras cuestiones, se vuelve receptor de las mismas, posee la ventaja de su costumbre a la hora de captar el sentido estético, multiplicándose su habilidad de descifrar esas experiencias. Mirar, sentir, tocar, oler, escuchar de esa otra forma, se convierten así en la manera cotidiana de ser y de existir, renovando el sentido de estar vivo en un nuevo y adictivo sistema de reordenar el mundo.

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Directora de Orquesta y Coro titulada por el Real Conservatorio Superior de Música de Madrid, compagina su labor como directora con la docencia musical. Licenciada en Psicología por la Universidad Autónoma de Madrid, centra su interés en el estudio de las relaciones del binomio psicología-música. Su experiencia vital gira en torno a la cultura, la educación, la gente, la mente, la actualidad, lo contemporáneo y todos aquellos parámetros que nos conforman como seres sociales

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