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Las ratas toman Nueva York, pero la auténtica plaga se llama fascismo

Martínez-Almeida se niega a acudir al homenaje a Almudena Grandes horas después del vomitivo discurso de apoyo a Vox de Giorgia Meloni

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análisis

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Las ratas campan a sus anchas por las calles de Nueva York. Una plaga de proporciones bíblicas se ha apoderado de la ciudad de los rascacielos, una urbe que hace tiempo dejó de ser un mero punto geográfico en el mapa para convertirse en un lugar mítico, legendario, el inmenso decorado de una distopía, que no es otra que la lenta destrucción de Occidente. A Nueva York la hemos visto arrasada por los ángeles de acero de Alá; engullida por huracanes, inundaciones y gélidas glaciaciones; tomada por mosquitos asesinos, por pistoleros de extrema derecha y por la peste coronavírica. Ahora le toca el turno a la rata.   

Cuentan los periódicos yanquis que los nerviosos y voraces roedores se han apoderado de la metrópoli y ya andan por todas partes. Juegan entre los niños en los parques infantiles, se pasean como si nada por los andenes del Metro, entran y salen de las boutiques carísimas de la Quinta Avenida, corretean por los jardines de Central Park, juegan a la Bolsa en Wall Street y comen perritos calientes a plena luz del día. El Ayuntamiento neoyorquino ya no sabe qué hacer con las visitantes pardas, fumigar es inútil y empieza a cundir el pánico en la ciudad. Si nuestro Lorca, nuestro poeta en Nueva York, volviera a recorrer hoy aquellas calles de la Babilonia de neón, vería sin duda en esta plaga de ratas un signo evidente de la decadencia del mundo. Por Nueva York, la ciudad de cieno, la ciudad de alambres y de muerte, los muertos se descomponen bajo el reloj de las ciudades y la guerra pasa llorando con un millón de ratas grises, tal como escribió Federico.

El mundo entero arde envuelto en llamas. Una vasta llamarada de odio y de guerra, de fanatismo e intransigencia, de mentiras y bulos, lo arrasa todo. La verdad ya no está de moda, se ha quedado anacrónica, anticuada, demodé. La especie humana se encamina hacia su rápida aniquilación y las ratas salen de las alcantarillas, felices y contentas, reclamando su lugar en el trono del reino animal. Cuando nosotros ya no estemos aquí, un planeta de roedores será mucho más digno y decente que este mundo depravado construido por el loco sapiens, un mundo de dinero y de codicia, un mundo de vanidades e idiotas elevados a los altares de la política y la prensa.  

Las ratas se reproducen mejor con el cambio climático. El calorcillo las estimula. Se crían bien alimentadas, saludables, vivarachas. Mientras los humanos esquilman Doñana y reducen el Mar Menor a una sopa infecta color verde Vox, las ratas van para arriba en la escala evolutiva y ascienden victoriosas por el Empire State Building. Pero las ratas no son seres malditos sino inocentes. A las ratas les ha caído la mala propaganda humana desde los tiempos inmemoriales de la peste medieval cuando ellas son mucho más dignas que nosotros, mucho más inteligentes (no se destruyen como especie a escupitajos atómicos) y sobre todo son mucho más fuertes que el trémulo, neurotizado y miedoso mono desnudo. En China y por ahí, en el tercer mundo sumido en la miseria y en la dictadura fascista, la gente acaba comiendo ratas y cosas aún peores, lo que les echen, pura mierda, y luego ellas, las ratillas simpáticas, se vengan de nosotros lanzándonos su esputo contagioso en forma de virus implacable. Es el capitalismo salvaje como pandemia, el ultraliberalismo ciego como enfermedad terminal de nuestro tiempo, como locura colectiva que destruye el planeta y nos conduce de nuevo a la Edad de Piedra, al poder del chamán y al canibalismo.

Delibes, nuestro castellano viejo y estoico Delibes, supo ver que el peligro no estaba en las ratas, sino en el atraso secular de España, en la violencia social de los terratenientes contra los siervos, en la tiranía de los poderosos, en la crueldad de todos esos señores feudales, anarquistas aristócratas que ahora se levantan de sus tumbas decimonónicas para espetar su odio contra la mujer, contra los negros, contra los comunistas y homosexuales. Es el fascismo que estaba aletargado, criogenizado, anidado en las cloacas de la historia, y que ahora vuelve a romper el cascarón del huevo para arrastrarnos a otra guerra, ya la última.

El pasado domingo la enloquecida Giorgia Meloni (líder de Fratelli d’Italia) soltó un vómito fascista en Marbella para apoyar la candidatura de Macarena Olona, un mitin que recordó mucho a aquellos discursos encendidos de violencia del temible Mussolini. Ayer mismo, Martínez Almeida, un alcaldillo diminuto en talla moral, se negó a acudir al homenaje póstumo a Almudena Grandes solo porque nuestra más grande escritora contemporánea fue una mujer feminista, de izquierdas, antifascista y comprometida. ¿Se puede caer en algo más ruin y miserable? ¿Cuántos pactos con los ultras, cuantas concejalías ha costado esa infamia, señor corregidor? Toda esta gente fanatizada que ha perdido el juicio y el alma son los auténticos enemigos de la humanidad. Nadie debe tenerle miedo a las ratas que han tomado Nueva York y que algún día se harán también con las ruinas de París, de Londres, de Madrid. Nosotros no lo veremos, pero terminarán escalando los árboles calcinados del Retiro como las nuevas ardillas de un mundo infeccioso y radiactivo. Las dueñas y señoras de todo.

Nadie debería sentir pánico ni terror ante unos simples animales que son mucho más pacíficos y nobles que algunos bípedos cainitas obsesionados con hacer correr la sangre entre hermanos. No son las ratas las culpables de los grandes males del universo. Son algunos primates más o menos evolucionados los que emponzoñan el ecosistema y la democracia transmitiendo su peste de odio, bilis, supremacismo e intransigencia.  

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