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¿Las personas al servicio de las leyes o estas al servicio de las personas?

Alberto Vila
Alberto Vila
Analista político, experto en comunicación institucional y economista
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análisis

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Las leyes son la expresión de la sociedad en la que se producen. De hecho, sus representantes legislan para que esas pautas den respuesta a las necesidades de las personas. Al menos en democracia. Una ley jamás puede imponerse a la voluntad popular. Es decir que, por el contrario, deben convertirse en las reglas que acompañen al marco social en su evolución histórica. Por tanto, una ley no es inalterable. Siempre debe abrirse a la idea de ser una pauta inacabada. En desarrollo. Un instrumento para el perfeccionamiento de los individuos. En cambio, si las leyes sólo atienden a intereses particulares por encima de los generales, estamos en presencia de una cuestión de legitimidad. El derecho de la minoría debe protegerse, pero no a costa del perjuicio de las mayorías. Mucho menos, cuando entonces no representa ni resuelve las necesidades de la personas en su conjunto. No atender al interés general sería una legalidad ilegítima. En este sentido, cuando el poder legítimamente obtenido violenta posteriormente las leyes pierde, automáticamente, legitimidad.

Suele emplearse el adjetivo “legítimo” para referirse a la validez o verdad de un asunto o cosa. Como tal, la palabra deriva del latín legitĭmus, y se compone con el sufijo «-dad», que significa cualidad. Legitimidad, por tanto, hace referencia a la cualidad o condición de legítimo. Lo legítimo, por su parte, es aquello que se encuentra en conformidad con las leyes y que, por ende, es lícito. Conceptualmente la legitimidad designa aquello que está en concordancia con lo que expresa el ordenamiento jurídico. Es decir, la legitimidad ocurre cuando lo que mandan las leyes o lo que dictamina una autoridad es obedecido. Por tanto, la norma emitida debe contar con los atributos de validez, justicia y eficacia, que implican que la ley sea promulgada por un órgano o autoridad competente. Sea justa, razonable y equitativa. Además que los ciudadanos la sigan, la acaten y la cumplan.

Por una parte, la legitimidad se obtiene mediante una serie de normas y procedimientos que otorgan a determinados funcionarios de autoridad pública y mandato, mientras que la legalidad es todo el sistema jurídico sobre el que se sustenta la organización política de un Estado, de allí que el ejercicio del poder esté sometido al ordenamiento jurídico. Si este está sometido a la voluntad de grupos de poder, entonces estamos en un sistema no democrático. Cuando alguien está dotado de legitimidad, tiene la capacidad realizar una función pública que implique ejercer el poder, mandar y ser obedecido. Entonces, la legitimidad implica el reconocimiento, por parte de los otros, de que una persona está investida de autoridad pública reconocida para ejercer un cargo del Estado. En conclusión, la legitimidad es un concepto asociado a la política y al ejercicio de los poderes y la autoridad pública, mientras que la legalidad es un término relativo al ámbito del Derecho que se refiere a lo que es legal.

Resulta determinante esta distinción en los momentos actuales de la historia de España. La violencia con la que se ha alterado la legalidad vigente para favorecer a unas u otras opciones políticas, y a sus patrocinadores, resulta evidente y obscena. Las impúdicas modificaciones a medida de los intereses particulares no son un secreto. Se pretende imponer el relato de que es normal que se transgreda la legalidad sin consecuencias para favorecer a determinados ciudadanos. Eso es una afrenta a la legitimidad del propio Estado.

Aquí debe recordarse que, la legitimidad, implica la justificación ética del origen del poder. Por lo que, en nuestros sistemas políticos modernos, la democracia sea la instancia legitimadora por excelencia del poder. No obstante, sistemas políticos antiguos, como la monarquía, sostienen que el poder del rey deriva de la voluntad divina. Las reverencias de una cabeza coronada ante los símbolos religiosos pueden ser una evidencia. Lo cuál en España supone una contradicción, a la que se suma la inimputabilidad y los privilegios derivados por los aforamientos. Eso nos hace convenir que para que un Estado goce de legitimidad debe contarse que entre los miembros de la comunidad política, los factores sociales y la ciudadanía que lo integran exista un consenso lo suficientemente amplio y sólido para convenir en acatar su orden, sus instituciones, sus leyes y su autoridad. Lo contrario supondría una “crisis política” que desnaturalizaría su legalidad vigente. En este caso el propio sistema de Justicia estaría en entredicho.

Buena parte de las anomalías que sufrimos en España pueden deberse a esta confusión conceptual. De allí los excesos. Las tropelías. Los abusos.

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