Los cómicos no tenemos vacaciones, tenemos parones más o menos asumibles donde se nos deja de llamar para trabajar. A ese tiempo de ansiedad en el que repasas en silencio cómo se hacía un café americano y piensas que no vas a ser capaz de volver a trabajar de camarero, lo llamamos en las redes sociales “nuevos e ilusionantes proyectos”.

Que quede claro: odio viajar, me dan miedo los aviones, no me gusta conducir, el ambiente del vagón de ave me asquea y el autobús me parece algo absolutamente decadente que habla muy en contra de nuestro progreso como especie.

Nadie debería presumir de viajar en vacaciones. Me parece que viajar tendría que pertenecer al ámbito de la intimidad, vivirlo con pudor y no contarlo jamás a la ligera. Ha de permanecer en ese lugar doméstico y semi-vergonzoso que todos albergamos junto a acciones como la de cortarse las uñas de los pies, ver porno o desatascar el lavabo de pelos. Nadie tendría que hablar de ello alegremente puesto que, durante el proceso, te sientes necesariamente humillado en algún momento. El viaje te obliga a ser una versión menor y vejada de lo que realmente debes ser. Sin ir más lejos, el otro día de camino a una actuación en Ibiza tuve que descalzarme, quitarme el cinturón y aparentar normalidad mientras un señor de seguridad me frotaba las manos para comprobar que no había estado manipulando explosivos con anterioridad. Volaba desde Barcelona. “¿Vas a Ibiza a actuar? ¡Qué suerte tienes de tener un trabajo que te permite viajar…!”

Quizás gracias a la piratería de ultramar, al sadismo de los asaltantes de caminos o a la posibilidad de tendencias antropófagas por parte de tribus ignotas, hubo siglos en los que no se presumía como ahora al iniciar un viaje, no se daba tanto la vara que se nos da ahora. Si acaso te jactabas a la vuelta de haber regresado con cierta salud y con casi todas las extremidades articuladas. Era un alivio tu vuelta para los que te esperaban. El regreso era ligero, desprovisto de infinitas fotos y videos en el móvil. A lo sumo se traía alguna historia pseudorracista, algún cuaderno de viaje tipo Darwin o una cabeza jibarrizada que se colocaba sobre la biblioteca, poco más.

Cuando a menudo oigo la misma perorata sobre el dichoso viaje de recién casados de menganito con fulanita visitando el pack -terriblemente hortera- de Las Vegas y el Cañon del Colorado, siempre me viene a la cabeza Ramón Menéndez Pidal que recorrió en burro con María Goyri (la primera mujer que cursó y terminó estudios oficiales en la Facultad de Filosofía y Letras) la ruta del Cid, descubriendo la persistencia del romancero español como literatura oral. Entonces pienso que, en el fondo, merecemos todo el lodo en el que estamos.

En un país donde la gentrificación, el dominio de las grandes superficies y la falta de buen criterio para tener vicios de verdad han arrasado con el pequeño comercio, se me antoja de lo más absurdo viajar. No existe actualmente ningún producto que no me llegue a casa en 48 horas. Yo no sufro el problema que tuvo el emperador bizantino Justiniano con los primeros huevos de gusanos de seda, el cual tuvo que recurrir a dos monjes persas que los habían traído desde China ocultos en sus bastones de bambú. Yo tengo Amazon premiun.

Nadie ha demostrado que la creatividad aumente viajando, y menos aún recurriendo a ese turismo de experiencias baratas que algunos hippies de papá practican entre libro y libro de Pablo Cohelo. Los años me empiezan a mostrar que las mejores ideas surgen de una monótona repetición de hábitos que hacen emprender un camino hacia el interior. La vida me descubre que a la profundidad se accede a paso lento. Y para eso es mejor quedarte donde estás y aguantar el chaparrón del día a día. Como ejemplo, Edgar Rice Burroughs, autor de Tarzán de los Monos, al que nunca le hizo falta viajar a las costas de África para escribir, narrar y describir con cierto rigor . Todo lo hizo desde su casa en Illinois. Nada se cura viajando, si acaso un paleto que ha cogido cuarenta aviones es ahora un paleto empoderado.

El equivoco del ciudadano de a pie, del no-artista o, como lo denomina Carolina Noriega, del “peatón”, es confundir viajar con estar de gira. Son términos absolutamente distintos.

Decía Leonard Cohen algo así como que la única manera de abandonar a una buena mujer era yéndote a la guerra o yéndote de gira. Estoy de acuerdo. Se parecen porque, de la misma manera que una guerra, una gira solo se puede afrontar con garantías: o muy entusiasmado o muy destruido. Son las dos maneras en las que la experiencia es breve, connotación del hombre no castrado cuando se refiere a grata.

En mi caso, las giras son un ejercicio de soledad extrema donde todo está supeditado al momento en el que te subes a actuar. Antes no voy a nadar a la playa -si la hay- para no cansarme demasiado, no visito ningún monumento reseñable y me da igual si lo tradicional es lo uno o lo otro. No me importa. De la misma manera que durante la actuación a mi público no le importa si ayer murió mi padre. Ese es el juego. Y me parece justo.

Las giras son un universo propio con una ciudad construida en el imaginario colectivo de hoteles anodinos, amantes que apenas te recuerdan, camareros que cierran tarde y odian la noche, resacas gratuitas y conversaciones terriblemente sinceras con desconocidos a los que les dejas, si hace falta, las llaves de tu coche.

Nada en las giras es realmente trascendente, por muchos años que hayan sido y por cientos de ciudades rodadas en cada uno de ellos. Nunca allí te descubrirá nadie, nunca jamás me he cruzado allí con un director de casting. El público te odiará o querrá, así es la comedia, pero te olvidaran rápido y tu debes hacer lo mismo mientras te repites que ya no hay necesidad de todo esto. Supongo que como en las adicciones los humoristas encontramos el placer en un lugar habitado por el odio, la condescendencia y el hastío. Algo de eso hay en un escenario vacío el minuto antes de que empiece a entrar el público.

No se puede comparar girar con viajar, como tampoco podemos comparar ese polvo con tu primer amor con hacer un trío. Las habitaciones de hotel deberían valorarse por las lágrimas de nostalgia con las que las evocamos.

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