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Ladrones de mente

Manuel F. García
Manuel F. García
Manuel F. García es activista sociocultural. Colabora como voluntario en varias asociaciones de actividades sociales, culturales y deportivas adaptadas a personas con diversidad funcional. Ha participado en proyectos educativos como alfabetización de adultos, formación profesional y ocupacional.
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análisis

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No recuerdo ni una sola discusión ni comentario político en el entorno familiar y vecinal de mi infancia (yo nací en 1964, y viví parte del tardofranquismo barcelonés). Jamás escuché de boca de mi madre ni de mi padre crítica alguna en el sentido de responsabilizar de los problemas y dificultades de la sanidad pública, ineficaz y hasta peligrosa sanidad pública franquista (tal como detectó el doctor Fraser Brockington –padre de la medicina social del siglo XX-, en 1967 tras estudiar la desastrosa medicina franquista española).  Y eso que mis padres sufrieron lo indecible, no sólo por afrontar los problemas de salud de sus tres hijos, sino por protegernos de la amenaza real que supuso la gestión de los “médicos de cabecera” que nos tocaron en [mala] suerte a mis dos hermanos y a mí.

Jamás escuché de boca de mis padres, ni un atisbo de comentario negativo al “sistema”; sólo hacia el, o los médicos que literalmente pusieron mi vida y la de mi hermano en peligro de muerte y dificultaron y retrasaron la diagnosis correcta de mi  hermana. Aunque mis padres tuvieron que destinar una ingente cantidad de un dinero -muy difícil de ganar en aquellos tiempos-, a los médicos y especialistas de pago y las medicinas adecuadas y no cubiertas por la seguridad social, para luchar por la salud de sus hijos, jamás hubo la más mínima condena hacia los responsables de aquella angustiosa situación.

Era como si la vida fuese una parábola bíblica de las que me enseñaban en la escuela, como si la tormentosa vida cotidiana del santo Job fuese la misma normalidad callada y resignada que se vivía en mi infancia. El mi libro de religión la gente vivía soportando el sufrimiento por la gracia de Dios, y nosotros soportando a Franco, el “caudillo de España por la gracia de Dios”, con la diferencia de que jamás se nombraba a Franco en público, ni para bien ni parar mal, y en privado sólo para bien.

Sin embargo, sucedieron dos cosas que quedaron grabadas a fuego en mi memoria: un día, mi abuela hablando de las necesidades pasadas durante la contienda civil soltó: “si durante la guerra había comida; fue cuando entraron los nacionales que empezó el hambre”  e inmediatamente vi a mi madre salir de la cocina, aterrada, y diciéndole a mi abuela en voz baja: “¡mama, por favor, cállese que la van a oír y nos va a buscar la ruina!”.

Otro día, mi madre, de vuelta del trabajo, le comentó a mi padre, asustada: “Manolo, mira lo que me ha pasado; estaba hablando con mi compañera en la calle en un semáforo, y al acercarme al oído para decirle una cosa y que no se enterase nadie, un hombre con gabardina, que estaba al lado se nos ha pegado y ha puesto la oreja para escucharnos; tenía toda la pinta de ser policía”.

Yo debía tener alrededor de seis años, y no podía entender ´cómo los adultos vivían esas cosas  pero luego se callaban y actuaban como si eso que explicaban con miedo nunca hubiese pasado, nunca más lo volvían a referir, como se les hubiese olvidado para siempre.

En plena transición vi la película LA INVASIÓN DE LOS ULTRACUERPOS (Phillip Kaufman, 1978, y basada en la versión anterior de 1956 LA INVASIÓN DE LOS LADRONES DE CUERPOS). Lo siento,  aquí hay espóiler necesario; en el film, los pocos personajes que se habían salvado de la invasión de unos misteriosos microorganismo alienígenas que utilizaban las plantas para transmitirse a los humanos y que producían unos clones idénticos pero deshumanizados -con la consiguiente muerte del humano copiado-, se veían obligados a camuflarse a duras penas entre una población ya masivamente “contagiada” que no expresaban emociones ni empatía alguna; si algún superviviente mostraba su personalidad humana creyendo que algún conocido también sentía humanidad empática como él, inmediatamente el clon deshumanizado le señalaba y todo clon inhumano de alrededor acababa fría y despiadadamente con él.

Durante estos dos años hemos presenciado en los medios auténticas campañas de ataque a opiniones de expertos  de prestigio sobradamente reconocido (Robert Malone, padre de la técnica del ARN mensajero;  Luc Montagnier, doctorado en medicina, virólogo, premio Nobel; doctora Karina Acevedo, doctora en inmunogenética, especialista en inmunología; Joan-Ramón Laporte, doctorado en medicina, catedrático de farmacología y padre de la farmacovigilancia en España, y muchos otros médicos y científicos menos conocidos pero no menos expertos), solo porque sus opiniones sobre el Covid, las medidas contra la pandemia –mascarillas, confinamientos, restricciones- o las vacunas, advertían sobre sus riesgos e ineficacia.

Unos ataques ad hominem jamás basados en contraargumentos tan sólidos como los aportados por los expertos citados, sino en el mismo etiquetaje propagandístico (“antivacunas”,”negacionistas”, “conspiranoicos”…) lanzado masivamente contra cualquier persona conocida o desconocida que osara poner en duda cualquiera de los postulados “oficiales” que surgieron del criterio meramente político y nunca de las bases más elementales de la ciencia, la medicina o las leyes, derechos y libertades de los ciudadanos.

Desde el comienzo de la pandemia, la falta de información y la propaganda política bombardeada a toda la ciudadanía (porque no se le puede denominar de otra forma, visto ahora en perspectiva, y a raíz de los datos que se van conociendo y que van confirmando las sospechas expuestas por los expertos citados y muchos otros), nos dejó sin escudos de protección  mentales, sin capacidad reactiva, sin instinto de protección.

Sería de esperar que los datos que ahora se conocen de la ineficacia de las vacunas, o de los tests PCR, o de las medidas anti Covid, o el incremento de exceso de muertes sin causa determinada (que ofrecen una correlación estadística de picos con cada campaña de vacunación, aunque no hay todavía una relación causa-efecto estudiada), sacaran a la ciudadanía de esa nebulosa de información propagandística oficial inyectada y acumulada en su memoria, pero asombrosamente,  como en la película de los invasores ladrones de cuerpos, las personas siguen viviendo una vida totalmente alterada por dos años de auténtico estado de guerra bacteriológica, totalmente normalizada, y atacando a quien, a estas alturas y con la información ya filtrándose por los canales alternativos no censurados, se atreva a señalar  al elefante en la habitación que nos ha robado no los cuerpos, pero sí las mentes.

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