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Sánchez e Iglesias son incapaces de ponerse de acuerdo en un capítulo más de la guerra cainita de la izquierda española de siempre; Pablo Casado entrega lo que le queda de partido a la ultraderecha y se cierra en banda a una posible investidura socialista; Ciudadanos estalla en dimisiones por sus contradicciones ideológicas internas sin saber lo que quiere ser de mayor: si un liberal a la europea o un rancio posfranquista; y Santiago Abascal (el gran profeta del cuanto peor mejor) solo tiene que esperar a que la democracia reviente por los cuatro costados para recuperar el papel de salvapatrias que tanto daño nos hizo a lo largo de la historia. Para eso ha venido el muchacho.

España ha entrado en un diabólico círculo vicioso que dura ya cinco años y que parece no tener salida. Cada día que pasa estamos un paso más cerca de nuestro fracaso como sociedad y como país y mientras la tormenta perfecta se vislumbra ya en el horizonte nuestros políticos siguen enfrascados en sus rencillas domésticas, en sus asuntos particulares y en su ombliguismo nefasto. La España invertebrada contra la que advirtió Ortega y Gasset y que tanta sangre hizo correr durante el siglo pasado amenaza con materializarse de nuevo en un macabro déjà vu ibérico. Aquello que dijo el gran filósofo sobre los “compartimentos estancos”, es decir, el egoísmo fatal de los poderes fácticos que no se preocupan de lo que es mejor para el país, sino de mantener su estatus y privilegios, vuelve a hacerse tristemente realidad. “La esencia del particularismo es que cada grupo deja de sentirse a sí mismo como parte, y en consecuencia, deja de compartir los sentimientos de los demás”, decía Ortega en un párrafo de su premonitorio libro.

Ese inmovilismo, esa indolencia endogámica de lo español, esa parálisis maldita que durante siglos nos impidió avanzar como sociedad, está en el origen del mal. Es cierto que hemos cambiado y que la sociedad española ya no es la de 1921, cuando Ortega publicó su ensayo universal arremetiendo de alguna manera contra una Iglesia que lo controlaba todo, contra un Ejército siempre golpista y contra un Gobierno incompetente y corrupto. Pero sin duda persisten algunos de los sempiternos vicios y defectos españoles que fueron perfectamente diagnosticados por el viejo pensador y que llevaron a nuestro país a la invertebración, origen de la posterior guerra civil y de una cruenta dictadura de 40 años. Siguen estando ahí las cuestiones de siempre: la falta de un modelo de Estado eficaz donde todas las regiones, mayormente las nacionalidades históricas, se sientan incluidas y parte de un proyecto común (el separatismo catalán es una buena muestra de ello); la injusta y pertinaz decadencia económica que fractura a la sociedad y la divide en castas desiguales, dificultando la cohesión social (como en los tiempos del Quijote); la distancia sideral entre la España rica y la España pobre, la España húmeda y la España seca, la España industrial y la España rural sumergida en el pasado que nos separa y aleja; y por supuesto la perpetuación de un régimen monárquico que parece agotado tras haber cumplido un meritorio e innegable papel durante la Transición. Hasta seguimos sufriendo un agudo retraso a la hora de llegar a la modernidad, como demuestra que hoy, 20 años después de empezar las obras, se ha inaugurado por fin el AVE Madrid-Granada.

Nos guste o no, España sigue sin saber lo que es porque no se le pregunta al pueblo, único agente soberano, como asegura la Constitución. No sabemos si el país quiere ser monárquico o republicano, tricolor o rojigualda, centralista o federal, taurino o antitaurino, y esa crisis de identidad galopante, esa vuelta a la decadencia secular, empieza a resultar inquietante por lo que tiene de retorno a aquella “singularidad española” respecto a los modernos Estados de Europa y por el riesgo que entraña que volvamos a cometer los mismos trágicos errores de siempre.

Y ante esta situación crítica, el mayor de los dramas es que nuestros políticos no están sabiendo estar a la altura de las circunstancias para resolver los graves problemas que tenemos planteados como sociedad. Todos parecen haber claudicado de su responsabilidad para seguir construyendo un proyecto de país. Todos parecen adolecer de un infantilismo y un narcisismo asombrosos, además de una falta absoluta de sentido de Estado para anteponer el bien común a las cuitas particulares entre personas y partidos. Y ese particularismo, ese sectarismo que parece imponerse como una maldición bíblica que va en los genes de los españoles, como ya advirtió la obra filosófica orteguiana, es el que puede llevarnos al desastre final.

1 COMENTARIO

  1. Un artículo el suyo que no hace sino constatar los problemas que no hemos sido capaces de solucionar los españoles a pesar de los años y de los siglos transcurridos y sobre todo de los problemas que nos ha traído esa forma de entender la política, si puede así llamarse cuando se trata de España, porque en nada se parece a la de un país democrático, culto y civilizado. Da usted en el clavo, aunque desgraciadamente haya gente hoy que no sepa de qué está usted hablando. Me refiero a Ortega,nuestro eminente filósofo y pensador. Hoy la gente está ensimismada,perdida,idiotizada,ausente…es lo que está consiguiendo este sistema que sólo a una inmensa minoría nos tiene temblando, tal es la inconsciencia del resto.
    Los españoles no aprendemos y habría que preguntarse por qué.

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