Hay un adagio de lo más rancio y patriarcal que dice que detrás de todo gran hombre hay una gran mujer. Estas generalizaciones sentenciosas me revuelven las tripas, pero aplicada al caso específico del matrimonio Robbe-Grillet la verdad es que la frase viene al pelo. El gran hombre de turno, procurador del apellido y del sustento, sería en este hogar Alain Robbe-Grillet, controvertido escritor abanderado del nouveau roman y no menos controvertido cineasta de la nouvelle vague, que después de pergeñar el laberíntico guión de esa obra maestra del descoloque que es El año pasado en Marienbad (L’Année dernière à Marienbad, Alain Resnais, 1961) dejó como director un rastro de películas, a cual más desconcertante, que nutrieron de arte y de ensayo a toda una generación de gabachos con gafas de carey y carné de la Sorbona. Tanto sus novelas (literatura muy cinematográfica) como sus largometrajes (cine muy literario) suponen un desafío al intelecto y a la paciencia del lector/espectador, quien se ve constantemente zarandeado por incoherencias, repeticiones obsesivas, violaciones deliberadas del raccord, estructuras espaciotemporales quebradas en mil pedazos… y, sobre todo, por una subversión de las jerarquías narrativas que relega a un segundo plano la intriga y los personajes y se centra, con meticulosidad de entomólogo, en la descripción de los objetos más nimios.

La gran mujer detrás de este gran hombre no es grande en sentido literal; Catherine Robbe-Grillet es una mujer menuda, vivaz, de ascendencia armenia (su apellido de soltera es un impronunciable Rstakian). Alain y Catherine, Catherine y Alain, se conocieron en el efervescente mundillo intelectualoide del París de hace sesenta y pico años. El modelo de relación que mantuvieron, abiertamente sadomasoquista, dejaría una visible impronta en sus respectivas producciones artísticas. Catherine fue más precoz que su marido en levantar la liebre: mientras Alain se aplicaba en aparejar sus rompecabezas literarios, la joven Catherine publicaba, bajo el seudónimo de Jean de Berg, uno de los bombazos más sonados de la literatura erótica del siglo XX: La imagen (1956). La imagen nace tras la estela de la entonces recién publicada Historia de O; es más, está dedicada a su autora, esa escurridiza escritora que protegía su identidad con el nom de plume de Pauline Réage. Pero por mucho que Susan Sontag, en su ensayo The Pornographic Imagination (1967), cantara las alabanzas de ambos textos a la par, a mí me parece claramente superior como literatura —amén de más excitante— la propuesta de Catherine Robbe-Grillet: más redonda en su estructura, más fluida en su ritmo, más sugerente en sus imágenes… y, desde luego, mucho más agradecida de leer que los experimentos de su marido.

Un fotograma del documental «La ceremonia» (Lina Mannheimer, 2015): Catherine Robbe-Grillet en su salsa (a la izquierda), junto a dos iniciadas.

Sin duda la influencia de Catherine tuvo mucho que ver en que Alain se lanzara a sacar las cadenas de la alcoba para llevarlas al plató. Las películas dirigidas por Alain Robbe-Grillet, ya a las claras desde Trans-Europ-Express (1967), rezuman imaginería sadomasoquista. Quizá el culmen de esta insistencia suya en retratar el lado oscuro del deseo sea Deslizamientos progresivos del placer (Glissements progressifs du plaisir, 1974), un delirante largometraje protagonizado por Anicée Alvina, que borda su papel de lolita vampírica. Para que os hagáis una idea, la crítica vacila entre catalogar esta cinta como cine de vanguardia o como cine de explotación de la peor calaña, con todos sus ingredientes habituales: monjas lesbianas, chicas enjauladas, crímenes sangrientos. Por supuesto, el nombre de Catherine Robbe-Grillet salpica aquí y allá los créditos de las películas de su marido, en las que participa tanto delante como detrás de las cámaras.

Fue en la década de los setenta cuando a Catherine, que en su vida privada se había limitado hasta entonces a ser la sumisa de Alain, le mordió la curiosidad de ponerse al otro extremo del látigo. Ni corta ni perezosa, empezó a organizar sesiones por su cuenta en el evocador château del siglo XVII que la pareja había comprado en Normandía: convites libertinos, altamente teatralizados, frecuentados por un colectivo de gourmets de la fusta respetuosamente arremolinados en torno a la figura de Catherine, en su triple rol de anfitriona, dominatriz y maestra de ceremonias. Estas reuniones han seguido celebrándose regularmente aun después de la muerte de Alain, en 2008. Hoy, a sus ochenta y seis años, la ilustre viuda sigue estando en el vórtice de un nutrido grupo de amas, sumisos y sumisas cuya peculiar manera de vincularse y conformar una gran familia ha sido esmeradamente retratada por la cineasta sueca Lina Mannheimer en su documental La ceremonia (Ceremonin, 2015). Nadie diría que la entrañable y educada ancianita que es hoy Catherine sigue dirigiendo el cotarro en las veladas sadianas que constelan de gritos y jadeos el silencio de los parterres del château de Mesnil-au-Grain.

En sus escritos y entrevistas, la autora de La imagen incide en la importancia que tienen los objetos en sus rituales eróticos. En un acto organizado en torno a Catherine por el Instituto Francés de Nueva York en 2015, Beverly Charpentier, una sumisa de su círculo que prácticamente cumple las funciones de ayuda de cámara, contaba cómo, siguiendo órdenes de su mentora, había fabricado en cierta ocasión unas verges (haz de cañas semejante a los fasces de la antigua Roma) que aspiraban a reproducir con la mayor exactitud posible las representadas en una serie de grabados mitológico-libertinos del siglo XVIII. Desde el primer momento, este instrumento había sido concebido por la señora del castillo con un fin muy concreto: el de azotar las nalgas de la escritora australiana Toni Bentley, que a la sazón había sido enviada a Mesnil-au-Grain por la redacción de Vanity Fair para hacer un reportaje sobre las amenas distracciones de Catherine. Beverly explicaba a sus oyentes cómo durante la fabricación de aquel objeto había experimentado una densa maraña de sensaciones. Cada paso del proceso era a la vez un acto erótico y estético: escoger y cortar los tallos en el cañaveral, desbastar los nudos en la corteza para que no desgarrasen (demasiado) la carne de la invitada y componer la gavilla de modo que resultara elegante, armoniosa y grata a los sentidos. Al final, un denso aluvión emocional queda sedimentado en el objeto, que acaba siendo mucho más que un simple haz de cañas: el resultado es un artefacto que casi diríase mágico, dotado de ese aura de unicidad que Walter Benjamin exigía al arte verdadero. A través de la concentración compartida de las mentes deseantes y los cuerpos sintientes sobre el objeto que los vincula (las verges, en este caso), se produce el milagro de la disolución de las individualidades: quien azota, quien recibe el azote y quien contempla la acción alcanzan una auténtica comunión. Como en la eucaristía, el milagro está en la hostia.

La comparación con los misterios del catolicismo no es gratuita. Catherine y sus acólitos no dudan en atribuir a sus veladas un carácter sagrado. El papel de los objetos —objetos empoderados a la par que empoderantes— en este drama de dolor y placer es capital: son elevados a la categoría de fetiches. Y hablo de fetiche en su sentido primero, el religioso, el que tenía antes de que Marx y Freud secuestraran el término para sus propios fines. En los cultos primitivos, al igual que en los ritos sexuales del château de los Robbe-Grillet, el fetiche es un objeto sacralizado, investido de propiedades sobrenaturales. No creo que sea casualidad que Alain Robbe-Grillet sea recordado por la crítica como el autor que hizo de los objetos los auténticos protagonistas de su obra.

Un fotograma de «Deslizamientos progresivos del placer» (Alain Robbe-Grillet, 1974): extraños juegos sexuales en la playa.

El lector que se enfrenta, por ejemplo, a La celosía (1957) pasa las páginas exasperado, recorriendo las descripciones desproporcionadamente prolijas de un calendario, una barandilla, una hoja de papel doblada en cuatro o la mancha de un ciempiés aplastado en la pared: objetos anodinos descritos con el mismo detalle y mimo que Homero dedicó al escudo de Aquiles. De la misma manera, el espectador que se atreve con Deslizamientos progresivos de placer ve desfilar ante sus ojos todo un muestrario de objetos simbólicos, leitmotive de filiación surrealista, algunos reminiscentes de Magritte (una botella rota, un huevo, un zapato azul de hebilla), otros de Bellmer (un maniquí despedazado, una cuerda). Semienterrada en la arena, corroída por el salitre y lamida por las olas, el filme nos muestra una cama de hierro varada en la playa, quizás la misma donde se escenifican las fantasías de bondage que, quince años antes, la joven Catherine había plasmado en La imagen: “Una cama de hierro para una persona, pintada en negro, desprovista de mantas. […] Las dos partes verticales de hierro, del pie y de la cabecera, son de un diseño pasado de moda: tallos metálicos curvándose y enrollándose en espirales, enlazados entre ellos por anillos más claros, sin duda dorados.”

Quizá el más preñado de deseos y nostalgias de toda la colección de objetos parlantes que Catherine Robbe-Grillet atesora en su château sea el que ella llama le fouet marital, un hermoso látigo de cuero trenzado de unos dos metros de longitud. Fue el regalo de boda de Catherine a Alain, y hoy, sesenta años después, Catherine presume de que nunca ha estado fuera de uso. Lo conserva colgado de la pared, justo encima de la urna que contiene las cenizas de su marido.

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