De la asunción sin sombra de duda de que nuestro tiempo está tasado a veces surge la imperiosa necesidad de hacer las cosas deprisa. Quizás en demasiadas ocasiones.

Bueno, yo les pido calma para leer este breve artículo.

Solemos empezar con las prisas a los pocos meses de nacer, cuando nuestra madre ha de reincorporarse al trabajo y generalmente le resulta imposible continuar dándonos el pecho (según la última Encuesta Nacional de Salud, de 2011-2012, la lactancia materna o natural era la alimentación proporcionada a un 53,6% de los bebés de tres meses residentes en España; la OMS recomienda mantener la lactancia exclusiva hasta los seis meses y complementar la alimentación con leche materna hasta al menos los veinticuatro meses). De manera menos sensible quizá, solemos notar también la premura de cualquiera de nuestros progenitores cuando nos tienen que dejar en la guardería escuela infantil o con los abuelos camino de su trabajo: un despertador que lucha por sonar antes que nuestro llanto o nuestra algarabía; las carreras del baño a la cocina, de la cocina a la habitación y de la habitación hasta salir por la puerta… Si no se les ha olvidado nada. Por no hablar de las arriesgadas prisas con que también conducen el vehículo hasta su trabajo. Ya hablaremos de esto más adelante.

Hasta ahora podríamos disculpar a nuestra familia, el principal educador, pues no nos inculcan las prisas aposta. Es como si no les quedara más remedio. Aunque lo cierto es que hay familias en similares circunstancias, probablemente con mejor organización, que no marchan con tantas prisas. Pero vayamos a un aspecto que está mucho más extendido: «Vamos, que se te va a enfriar la sopa». Que progresivamente es sucedido por: «Mastica, que se te hace bola». Llegamos así al colegio, preparados para atracarnos de contenidos como si fuera a extinguirse Krypton y hubiéramos de surcar media galaxia para llegar a la Tierra con superpoderes. Sin embargo, el viaje, aunque largo, no es sideral y, una vez salgamos de estudiar, ya con los pies en la tierra, caeremos en la cuenta de que no seremos tan poderosos como Superman para salvar a los terrícolas de las injusticias que les asolan. Ahora bien, tras cientos de monótonas tareas con multiplicaciones, polinomios, análisis morfosintácticos y búsquedas bibliográficas, habremos aprendido de una vez por todas que el tiempo es oro; ya contamos con la hipervelocidad adulta.

La celeridad es un valor. Sí, en tanto en cuanto es sinónimo de eficiencia. Si están rascándose el mentón ante esta afirmación, dejen de hacerlo y no pierdan el tiempo; sigan leyendo hasta el final.

Por supuesto, la constancia y la perseverancia también son valores a tener en cuenta. Y, si me apuran, incluso la lentitud para el deleite contemplativo. Y también la lentitud que requiere el esmero necesario para perseguir objetivos como la calidad en la ejecución de una obra, o su exclusividad. Es buena aproximación asociar estas cualidades al arte, y aun a la artesanía. Pero, para tratar de ubicar en una escala de valores la celeridad con las cualidades que acabamos de mencionar, miren a su alrededor y traten de ubicarse ustedes mismos y sus conocidos: ¿Cuántos de ustedes desempeñan un oficio artesanal? La revolución industrial engulló a los antiguos gremios (y a buena parte de la agricultura y de la ganadería).

Llegados a este punto, cualquiera de ustedes se preguntará: «Pero este tío ¿está defendiendo o está criticando las prisas?». Querido lector, solo le estoy pidiendo calma y que no se deje llevar por las prisas que le vienen de fuera. Le recomiendo encarecidamente que se atenga a las propias, que ya tiene bastante. Sigamos.

Obviamente, si no fuera por el auge tecnológico, la mayoría de nosotros no podría ni soñar con visitar París. Ni contaríamos en nuestro haber con tantos bienes materiales: electrodomésticos, indumentaria nueva y limpia, medicamentos e incluso alimentos. Pero no nos detengamos en esto. En general, no nos detengamos.

Por lo dicho hasta ahora, podemos colegir que no debemos señalar a ningún individuo en concreto como responsable de nuestra condición de velociráptor sapiens. Mas, por otra parte, aunque en algunos aspectos nos beneficia ir deprisa, en otros puede acarrear fatales consecuencias. Por ejemplo: la Dirección General de Tráfico cifra en más de trescientos los fallecimientos al año por exceso de velocidad. Es aquí donde está parte del meollo que les quería exponer. Pasaremos por alto las consabidas prestaciones reales o el vanidoso carácter deportivo de algunos vehículos que se exhiben con menor o mayor sutilidad en sus poderosas campañas publicitarias. Tampoco aludiremos al seductor mensaje que nos hace vibrar en las televisivas competiciones de motos y coches de carreras. No lo haremos, porque, aparte de los cuatro descerebrados que se creen que la calzada es un circuito, ya hemos expuesto someramente que hay otros conductores que provocan la muerte de personas (peatones y conductores, incluidos ellos) impelidos por, entre otros factores, el valor de la eficiencia —perdón, quise decir velocidad—. Celeridad para llegar lo antes posible a casa de los padres, para llegar después al centro comercial, para luego hacer unas pesas y al final llegar a la cena de los amigos, por ejemplo. Hay otros factores asociados a miles de personas cuyos empleos dependen de llegar o de llevar a clientes: transportistas de diversos tipos de carga (desde repartos a domicilio a gran tonelaje), conductores de autocares, mensajeros, vendedores… El tacómetro ha dado paso al seguimiento de la ruta por satélite, pero no en todos los casos (repartidores de pizza o vendedores, por ejemplo). La norma es igual para todos, incluso si eres un consumado piloto de rally, aunque las necesidades laborales y/o empresariales sean distintas. Pero el factor de fondo sigue siendo la búsqueda de hacer más cosas en menos tiempo: eficiencia o velocidad, como ustedes prefieran. Y quizá deberíamos reflexionar sobre ello: ¿Cómo organizamos las tareas? ¿Qué prioridades le damos a cada una? ¿Cuándo podemos decir “no” a ejecutar una tarea o un conjunto de tareas en un tiempo establecido?… Si la solución viene por la búsqueda de algoritmos, habrá que buscarlos, ¿no les parece?

Con todo, solo he señalado una de las dos preocupaciones que más me rondan por la cabeza acerca de la velocidad. Siendo grave la que acabo de referir en relación al sentido físico original de velocidad, creo que la que más impacto tiene actualmente es la referida a la información. Es conocida la sentencia de García Márquez en alusión a esto: «(…) la mejor noticia no es siempre la que se da primero sino muchas veces la que se da mejor». Pero ahí se queda, en conocida.

Párrafos atrás me referí a los beneficios de la automatización y solo ejemplifiqué bienes materiales. Debo añadir ahora la posibilidad de acceder a más información. Pero tengo que señalar lo que a estas alturas de la revolución digital ya subrayan los expertos de múltiples disciplinas: la sociedad de la información no es la sociedad del conocimiento. Y no solo por los diversos sesgos atribuibles a las personas que elaboran o cuentan las noticias. Ni por, especialmente, los intereses económicos de los grandes medios de comunicación. Que también. A veces da la sensación de que una noticia contraprograma a otra, o la canibaliza. Muchas veces ni siquiera comprendo si realmente habrá beneficio económico en adelantarse o en adherirse a rebufo. ¿Recuerdan esos concursos televisivos en los que había que golpear un pulsador antes que el contrincante para decir la respuesta correcta? Este medio periodístico me brinda la oportunidad de manifestar mis opiniones sobre algunas cuestiones a sabiendas de que no soy del gremio periodístico. Simplemente como ciudadano lanzo la pregunta: ¿es necesario que seamos rápidos en responder en una conversación coloquial? Porque el despectivo (y manido) término de “cuñao” se está quedando corto en relación al cada vez más grande concepto que va englobando: ¿no estaremos llenando las calles de grandes eruditos en la ignorancia? A ver si vamos a creernos que una persona con un saco de datos inconexos en el buscador de su smartphone es una persona sabia o siquiera mínimamente formada.

En suma: ¿qué les parece si cada uno de nosotros empezamos a reflexionar sobre cuánta rapidez queremos en nuestras vidas? Tómense su tiempo.

2 COMENTARIOS

  1. Me he tomado mi tiempo y me he leído el artículo entero, algo anómalo en estos días y en estos medios donde mucha gente le da al «me gusta» sin haberse leído ni siquiera el encabezamiento. El otro día me sacudieron cinco «me gusta» consecutivos en el mismo minuto a cinco cosas diferentes que publiqué en facebook y que una de ellas remitía a una lectura de mi blog que requería al menos tres o cuatro minutos.
    Hoy a prisas para todo, hasta para el sexo.
    Milan Kundera en su libro sobre la lentitud decía que «el grado de velocidad es directamente proporcional a la intensidad del olvido. Pueden deducirse varios corolarios de esta ecuación, por ejemplo este: nuestra época se entrega al demonio de la velocidad y por eso se olvida tan fácilmente a si misma.»
    Cayetano Gea Bermejo

  2. Ya empezamos con las conclusiones metafísicas.
    Chicos, es el Capital, su régimen social, nuestro trabajo como única mercancia, la única pagada con la moneda más depreciada.
    Si no acabamos con el régimen de explotación capitalista, y sus gobiernos, sean estos repúblicas o monarquías, la velocidad aumentará.
    Me refiero a la intensidad de explotación capitalista.
    Ya no habrá espacio para lo humano, para los hijos, para el contacto. Está sucediendo.
    Démonos las herramientas para acabar con esto.
    La crisis capitalista mundial está acelerando los tiempos, más.

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