Les propongo el más sencillo y estimulante proyecto para este fin de mes: viajar a la India, probablemente el país con más colorido del mundo, a cambio de cinco euros y medio de nada y en un apasionante blanco y negro. Sí, no hay color: quiero decir que es la mejor oferta que he oído últimamente. Dicha visita incluye una contemplación única del campo y de un par de ciudades. Algunos tipos inolvidables. Y su poesía. Entre otras muchas, muchísimas cosas. Viaje que ustedes pueden hacer realidad los próximos días 21, 22 y 23 de octubre -viernes. sábado y domingo-, en el Cine Bellas Artes de Madrid, gracias a la extraordinaria trilogía de Apu, dirigida por Satyajit Ray, y compuesta en este orden por: «Pather Panchali» («La canción del sendero», 1955), «Aparajito» («El invencible», 1957), y «Apu Sansar» («El mundo de Apu», 1960).

Casi suena mejor decirlo en el original, como de carrerilla: «Pather Panchali, Aparajito y Apu Sansar…«. A muchos no les sonará más que a la típica lista de viandas de cualquier restaurante hindú de Lavapiés, pero a mí me remite a una de las más eficaces maneras de satisfacer el hambre de cine y en una sala oscura. Fakires, brahmanes y santones, repartidos por los senderos más diversos de nuestra geografía, entonan ya sus alabanzas -¿pueden oírlos?-, acerca de la vida de un sencillo individuo llamado Apu. Desde su nacimiento en la aldea bengalí de Nischchindupur y sus primeras correrías infantiles junto a su hermana Durga; el sufrimiento cotidiano de Sarbojaya, su madre; las quimeras de su padre, Harihar -artista demasiado embebido en sus propios poemas como para desenvolverse adecuadamente en la realidad-; o el inolvidable caminar de Indir, su mayorcísima abuela. Pasando por el aprendizaje vital del propio Apu en Benarés, su traslado a Calcuta, el posterior abandono de sus sueños tras su peculiar matrimonio con Aparna hasta su reencuentro consigo mismo. Y no vean el esfuerzo que le cuesta esto último, ni lo apasionante de ese recorrido. O mejor, véanlo todo. Vean por lo menos alguna de estas maravillosas películas si pueden: una sola bastaría. Y son autosuficientes, no se precisa haber visto ninguna de las anteriores para disfrutar de una sola de ellas. Aún cuando, en efecto, se complementan: «Pather Panchali» es su niñez, «Aparajito» su adolescencia y «Apu Sansar» su dolorosa transformación, al fin, en hombre.

Recuerdo la primera vez que oí hablar de Satyajit Ray. Fue a Dennis Hopper, en una entrevista concedida en los años ochenta: «Me gustan Godard, Truffaut, De Sica, Kurosawa…Pero por encima de todos siento una especial debilidad por Satyajit Ray y su trilogía de Apu. Ray es el mejor director que conozco”. Aquel cine hindú no solo me pareció lejano e insondable, sino de acceso francamente difícil: la trilogía de Ray no se editó en DVD en España hasta muchos más tarde, aún cuando la Filmoteca le haya dedicado alguna que otra retrospectiva. Poco tiempo después, curioseando entre las estanterías de la Fnac de Paris, encontré una copia de «Apu Sansar» y me la compré en un arrebato. Incluía, por descontado, subtítulos en francés. Y yo apenas me manejo en francés -très mal-,pero entonces no me importó demasiado. Nada de lejano, nada de insondable: sus imágenes, sus temas, la desgarradora interpretación de Soumitra Chatterjee como Apu adulto, llevan acompañandome desde entonces. Al día de hoy, y captada ya la significación de todas y cada una de las palabras pronunciadas por sus espléndidos actores -incluído el perro; guau-, sigue siendo una de mis películas favoritas (al igual que las otras dos, que solo exploré años después, con una mezcla de entusiamo y curiosidad que mis expectativas apenas mitigaron).

Lo siguiente que supe de Ray es que Audrey Hepburn le andaba concediendo un Oscar honorífico en 1992 por el conjunto de toda su carrera. Un más que debilitado cineasta, aferrado a la estatuilla con sus manos, comentaba, desde su sencilla cama de un hospital de Calcuta, su deuda con el cine norteamericano más clásico (moriría pocas semanas más tarde). Pero volviendo al principio, a esos títulos de crédito iniciales, a esa grafía hindú sobre papel, a la envolvente música de Ravi Shankar -cuyo rumor nos acompañará durante todo el metraje-, al modo en que uno es envuelto por esta narración de vida y muerte: todo ello no te hace sino pensar en la austera y reconfortante sensación que descubriste gracias al neorrealismo italiano, al mejor cine ruso, al Buñuel rodado en México.

Cuentan que François Truffaut, tras salirse de la proyección de «Pather Panchali» en el Festival de Cannes, dijo: «no quiero ver la vida de unos campesinos que comen con las manos». Y es totalmente cierto que sus personajes comen con las manos. No en vano comen algo de musoor, mung, khichree, badi, ghee, pulao, kalia o payesh cuando pueden. Y visten dhoti, bindi o alta. Y desempeñan, en general, todas esas maneras y actitudes que nosotros, resabiados occidentales, no solemos ver en ninguna otra parte, excepto en el cine. Pero su tempo y gramática cinematográfica acaban resultando aún más familiares para un espectador hollywoodiense-occidental que para el propio bollywoodiense-oriental, y todo ello debido al poderoso y sencillo lirismo de Satyajit Ray, quien, basándose en la obra literaria de Bibhutibhushan Bandyopadhyay, realizó su primera película sufriendo constantes retrasos en su elaboración, prolongada durante tres años enteros. Refiriéndose al reparto por el nombre de sus respectivos personajes, Ray afirmó en cierta ocasión que fue afortunado porque, en todo ese dilatado tiempo, le ocurrieron tres importantes milagros: «Uno, la voz de Apu no se alteró. Dos, Durga no creció. Tres, Indir Thakrun no falleció.»

Lo que Truffaut no quiso ver -en todo el sentido de la expresión-, fue que negarse a contemplar a unos campesinos en pantalla es como atribuir al propio narrador, y su modo de contar una historia, la supuesta tosquedad inherente al hecho rural descrito («Aparajito» pronto mostrará, sin embargo, el éxodo de Apu a la ciudad). Como si en todo humilde hogar de la India la escasez de rupias condicionara la escasez de poesía. Y es precisamente esa poesía el filtro idóneo para narrar lo que Ray desea («Elegí Pather Panchali por las cualidades que hacían de él un gran libro: su humanismo, su lirismo y su verdad»). Apenas sin medios él mismo, el cineasta se quedó precisamente sin dinero a mitad de rodaje, pero el gobierno de Bengala le prestó lo que faltaba (préstamo listado en los registros públicos de la época como: «mejora de sendero», en referencia a la traducción del título).

No es un film bollywoodiense, sino su antítesis. Aquí no canta nadie, excepto algunas dulces nanas. Y si no es hollywoodiense es porque su autor, educado desde muy joven en la institución de Santiniketan -fundada por su mentor, Rabindranaz Tagore-, nació y rodó en la India, ese país indómito, aún cuando recibiera sus primeras influencias como espectador de Orson Welles y compañía. O, como realizador, de De Sica o Renoir (supuso algo providencial para él trabajar como asesor de localizaciones de Renoir antes de rodaje de «El río»). Ray fue un hindú que, al retratar su propio país, pensó en los términos del cine que más admiraba, y no precisamente del que se rodaba entonces en la India. Al igual que un Kurosawa influenciado por la gramática del cine de Estados Unidos y de Europa. O que un Billy Wilder capaz de plasmar, desde su temperamento centro europeo, la América más prototípica (universal: he ahí su grandeza).

O que un Truffaut, por cierto. Quien tras reverenciar el cine con el que creció, ayudó a hacerlo crecer, igualmente, a su propia manera. Bien, en cualquier caso las secuencias en que Apu y Durga disfrutan la lluvia o ven pasar un tren en el campo, detrás de los arrozales, son alguna de las más hermosas que yo haya visto nunca. Y simplemente adoro cuando Sarbojaya, su preocupada madre, les convoca exclamando con un timbre de voz y una entonación algo aguda, casi como un lamento que jamás había oído nunca: «Apuuuu… Durgaaaa…» (y mejor me callo ahora, o acabaré revelando las tribulaciones de Harihar, el padre brahman, por los ghats de Benarés).

Así que hay que acudir al Bellas Artes este octubre. No hará falta alquilar un rickshaw. El metro es Banco de España. Si bien creo ya haber hablado más que suficiente de Apu, uno de los mejores amigos que se pueden tener en el séptimo arte. Pero si consigo una entrada -recuerden, solo cinco euros y medio por barba-, espero hacerlo en compañía de Epi, quien para mí representa lo mismo que Apu aunque en esta vida real y occidental. Epi vivió en Benarés durante un par de años, frecuentó los mismos ghats que Harihar en la ficción y es allí donde estudió el idioma hindi, aprendiendo a ser la espléndida traductora que es hoy. Gracias a ella poseo varias películas y libros sobre Ray en inglés, cuya información sirvió para este artículo. Y dado que el propio programador del Cine Bellas Artes cuenta con Epi en su vida, no considero nada casual que él eligiera precisamente a Ray para este mes. No puede ser más que la consecuencia natural de hablar con Epi todos los días. Suelo denominarla así porque, cuando toma mucho el sol, se pone muy naranja. Al igual que Epi (sí, el de Epi y Blas). Entonces la convoco: «Epiiiiiiii….» reproduciendo la entonación de la madre de Apuuuuu…. que tanto significa para nosotros (pronúnciese «Opu»; ah, y «Satyajit» se pronuncia realmente «Satyayit»; quién sino Epi podría explicármelo).

Y entonces ella me devuelve a mí el mismo reclamo, imitando la encantadora entonación de la sufrida Sarbojaya.

3 COMENTARIOS

DEJA UNA RESPUESTA

Comentario
Introduce tu nombre