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La Torre de Babel, remake

Jaume Prat Ortells
Jaume Prat Ortells
Arquitecto. Construyó hasta que la crisis le forzó a diversificarse. Actualmente escribe, edita, enseña, conferencia, colabora en proyectos, comisario exposiciones y fotografío en diversos medios nacionales e internacionales. Publica artículos de investigación y difusión de arquitectura en www.jaumeprat.com. Diseñó el Pabellón de Cataluña de la Bienal de Arquitectura de Venecia en 2016 asociado con la arquitecta Jelena Prokopjevic y el director de cine Isaki Lacuesta. Le gusta ocuparse de los límites de la arquitectura y su relación con las otras artes, con sus usuarios y con la ciudad.
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La Torre de Babel, remake (catalán)


La Biblia es el libro que mejor demuestra que Dios no existe. Al mismo tiempo la Biblia deviene un compendio perfecto de todo aquello que, para bien o para mal, nos hace humanos. Hace un año se quemaba la Casa de Dios. Su aguja se desplomaba sobre las bóvedas, las piedras se recalentaban y estallaban, el mortero se degradaba, las partes de madera centenarias quedaban arrasadas y por poco no nos metemos todo el edificio por sombrero. Todavía no se ha podido calibrar la gravedad de los daños que sufrió.

     Uno de los mitos más interesantes que recoge la Biblia es el de la Torre de Babel, un monumento a la ambición humana que terminó con su colapso y la división irreversible de todos los que la emprendieron. No se puede comparar la aguja de Notre Dame con la Torre de Babel porque la construyeron y acabaron y devino un símbolo y fue un proyecto querido y sobrevivió 155 años. Lo sucedido desde el incendio hasta hoy, en cambio, sí tiene un cierto paralelismo con este mito: actualmente la reconstrucción está parada (no sólo por el coronavirus, se entiende) y su proyecto, todavía inexistente, ha dejado en ridículo primero y dividido después el colectivo de arquitectos.

     Notre Dame es una construcción suma de un proyecto fuerte, contundente, suplementado a lo largo del tiempo por otros proyectos complementarios producto de decisiones muy valientes, capaz de asimilar en su realización una miríada de obras de autores que sumaban su talento a esta idea hasta fundirse con ella y potenciarla en un proceso diverso a la idea que se tiene actualmente de los procesos participativos, siempre en busca de un mínimo denominador común que a menudo cae en una mediocridad insufrible. En Notre Dame la suma de decisiones y de obras individuales se funde en una metaobra con capacidad de rendir cuentas no sólo de todos estos trabajos, sino de quien los ha promovido, pagado o soportado como sociedad.

     Ahora, el desconcierto.

     Lo primero que pasó después del incendio fue una suma de iniciativas privadas de arquitectos en una carrera loca para conseguir un proyecto con capacidad y carisma suficientes como para volverse viral y, por tanto, devenir empresa colectiva. Después esto quedó vehiculado por un concurso de ideas sin otro objetivo que la participación popular decidiese cuál de estos proyectos, proyectos teóricos sin posibilidad de tirar adelante, recordemos, era el mejor para absolutamente nada excepto una publicación que lo recogiese. El resultado fue precisamente este: una colección de gritos infructuosos, de propuestas exhibicionistas sin sentido ni objetivo, desconcertadas y, por regla general, espantosamente malas, excepto algunas (muy pocas, como aquella que proponía reconstruir el tejado sólo con vegetación) que conseguían el objetivo de obtener algunas reflexiones más o menos válidas.

     Es propio de los tiempos de crisis creer que cualquier tiempo pasado tan sólo ha servido para llegar donde estamos ahora, y que este aquí y ahora culmina la historia de un modo finalista. El milenarismo, cualquiera de los milenarismos, no es más que otra manifestación sobre el tema. Esta especie de pensamiento está caracterizando la mentalidad de no pocas tendencias de la arquitectura joven, las que tienden a culpabilizar a los arquitectos precedentes del estado actual de las cosas por delante. Ligado a este sentimiento finalista aparece un sentimiento de poco respeto hacia el patrimonio, que aparece como algo muerto, motivo por el cual se desprecia y se desconoce de manera casi absoluta, lo que redunda en esta profecía autocumplida que dice que este patrimonio no tiene sentido.

     La práctica totalidad de las propuestas de reconstrucción presentadas para Notre Dame está caracterizada por tres factores: Primero, una profunda, olímpica ignorancia hacia el edificio original, segundo, un gran atrevimiento a la hora de proponer motivado tanto por el primero hacer, después pensar, típico de toda una escuela de pensamiento y por este desprecio hacia lo existente, visto como el soporte de una nueva intervención que pasa por encima de la catedral como si esta no importase para nada. Se objetará que Viollet-le-Duc también lo hizo y actuó con una cierta displicencia respecto del edificio original. Cierto. La diferencia es su actitud hacia este edificio, que era la base para su propio proyecto en un legado que quería continuista aunque esta continuidad se tratase con todo el atrevimiento posible. Vayamos al tercer punto: los proyectos han sido redactados con una mentalidad neoliberal, incluso en los numerosos casos en que protestan contra el neoliberalismo imperante, al administrar los recursos: la razón moral, la fe ciega en la propuesta, un cierto optimismo naíf y este sentimiento finalista hace pensar a sus autores que una administración única, disfrazada si conviene de administración colegiada, es lo mejor para la ejecución del proyecto, visto como un proceso cerrado, expresado en una infografía que no deja lugar ni a la imaginación ni a la interpretación. Es esta mentalidad neoliberal la que trata el nuevo proyecto como algo susceptible de generar una imagen de marca, la que permite que aparezca la ironía y justifica este desprecio profundo, incluso este sentimiento de superioridad, hacia la catedral quemada.

     Pero.

     Si Dios no existe no puede habitar ninguna casa. ¿Qué es, entonces, lo que habita Notre Dame? Sencillo: la catedral expresa nuestra voluntad de representación. Expresa nuestro deseo de grandeza. Nuestra voluntad de desafiar la gravedad. Notre Dame es la casa que expresa nuestra voluntad de devenir comunidad. También es un depósito de nuestras contradicciones, de nuestras diferencias, de nuestra capacidad de consenso. En resumen: Notre Dame es nuestra casa porque Notre Dame expresa todo aquello que nos hace humanos. Para bien y para mal, nuevamente. Despreciarla es despreciarnos. Y, si no nos gusta lo que representa (la visión jerárquica, supersticiosa, falocéntrica, etcétera) podemos pensar que ha puesto las bases que han propiciado el cambio hacia nuestra manera de pensar actual. Y que representa nuestro legado cultural. Despreciar todo esto es propio de los tiempos de crisis. Despreciar todo esto es representar un sentimiento que flota en el aire aceptándolo acríticamente, sin cuestionarlo, más acompañándolo que queriéndolo matizar. Es hacer seguidismo y perder, por tanto, todo aquello que un arquitecto tiene de visionario y de crítico hacia la sociedad a quien sirve. Porque ser visionario y crítico no es proponer ni voladizos ni grandes estructuras ni grandilocuencias. Esto lo sabe hacer cualquiera sin que haga falta ser arquitecto. Ser visionario y crítico es captar el pulso de la sociedad y actuar en consecuencia, combatiendo, discutiendo y matizando si hace falta. Paradójicamente este seguidismo, esta expresión de lo que es la sociedad, este ponerla ante un espejo deformante para que se vea reflejada, no ha sido bien vista por ella y ha matado el mensajero. O quizá, sencillamente, esta misma sociedad ha entendido de una manera más directa que la tarea de un arquitecto es construir esta sociedad, no proponer reflexiones irónicas sobre un patrimonio que, después de ser casi destruido por un incendio, corre el riesgo que el desprecio y la suficiencia acaben el trabajo.

     Tiendo a ser optimista sobre el rol de los arquitectos. Los ha habido brillantes en todas las épocas y en todas las circunstancias, y los ha habido brillantes incluso en las épocas estilísticamente y profesionalmente más grises de nuestra historia, que las ha habido. Y muchas. Sufro más bien por la definición de la profesión que no por la calidad de los arquitectos. Sufro por el divorcio que este concurso ha representado cuando una serie de estudios se han tirado a la piscina proponiendo a la desesperada y han comprobado que la piscina estaba vacía. En este contexto da una buena pista el silencio de los grandes, de los estudios conformados con capacidad para proponer y gestionar el proyecto, estudios que están agazapados esperando, tomando ideas, preparados para elaborar la batería de propuestas de donde saldrá la buena, más conservadora y posibilista, batería de propuestas que contará con el concurso de los expertos (de los expertos de verdad, se entiende) y que, por tanto, serán mejores tan sólo por haberse formulado las preguntas adecuadas y porque partirán de lo existente, valorándolo y actualizándolo. No tengo ninguna duda de que Notre Dame se reconstruirá, y tengo pocas de que el proyecto tendrá interés. Me preocupa bastante más que el no haber hecho autocrítica, el no haber discutido seriamente lo que ha pasado siga dividiendo a la profesión hasta que, en un futuro no demasiado lejano, esto derive en una división irreversible del mundo de los arquitectos que hará que todos salgamos perdiendo. Será entonces cuando descubriremos que los mitos son mitos hasta que dejan de serlo y te estallan en la cara, y este remake de la Torre de Babel se construirá y aguantará y será el símbolo de esta división. Y a nadie que no sea arquitecto la va a importar en absoluto.

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