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La Tomasa

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análisis

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Entre las noticias que aparecían  en la página de Internet del Ayuntamiento había una que hablaba de la publicación de un libro de homenaje a las mujeres del pueblo. Varias fotos ilustraban la noticia, había una del grupo de mujeres que habían colaborado en el proyecto retratadas frente a la fachada del Ayuntamiento y otras fotos del acto de presentación del libro. Al final aparecía la portada del libro con una muy apropiada foto en sepia de una mujer mayor. Al principio no me di cuenta de quien era la mujer de la portada hasta que me fijé un poco y vi que era la Tomasa, la del puesto de chucherías del que había sido cliente habitual durante tantos años. Fue absolutamente fascinante sentir, después de tantos años, la mirada de la  Tomasa envuelta en esa delicada niebla de color sepia, esa suave pátina, ese poso indefinible que deja el tiempo en las fotografías antiguas. Y en ese instante sentí cómo la emoción me hacía una seca, enérgica y repentina llave de yudo que me dejó inmovilizado hasta el punto de que no fui capaz ni de parpadear.

Atrapado por aquella mirada me desentendí de todo, perdí la noción del  tiempo, nada que no fuéramos ella y yo existía. Durante un buen  rato no pude apartar mis ojos de los suyos sintiendo que no podría olvidar ni esconderme nunca de aquella mirada, ni escapar a ella ni fingir, ni engañarla pues ella me conocía desde siempre, desde cuando tenía que estirarme y ponerme de puntillas para poder asomarme al puesto, ese deslumbrante metro cuadrado rebosante de incontables tesoros. Y la realidad, la vida, esa desatalentada carrera de obstáculos hacia la nada, quedó suspendida, anulada por la hipnótica mirada de aquella mujer que me observaba ahora desde una vieja fotografía de bordes dentados. La misma mirada que a diario y durante todos los años de escuela me había observado desde el otro lado de su puesto de pipas y caramelos. Ella había sido uno de los personajes que todos los días, incluidos sábados, domingos y festivos en los que trasladaba su puesto de la puerta de la escuela a la plaza Mayor, me acompañaron en la mágica travesía de la infancia. Aquella mujer a la que llevaba más de cuarenta años sin ver y a la que no había olvidado, me empujó a los recuerdos más hondos, al disco duro, al pozo oscuro e insondable de la memoria que no sólo no nos abandonará jamás sino que con los años irá imponiéndose al resto de los recuerdos. Y vivencias y experiencias que ahora nos parecen muy importantes serán borradas sin contemplaciones por el tiempo arrasador. La Tomasa, sin embargo, permanecerá. Ella pertenece a esa memoria primera, la indestructible, la que sólo morirá con nosotros.

Hipnotizado por sus ojos de mirada seria, fija y apremiante como la de los gallos, recordé su voz recia, clara y directa, repetirme una vez más lo que tantas veces me decía al verme frente al puesto, aferrado con las dos manos al cristal que me separaba de su fascinante mercancía, sin decidirme a comprar o bien decidido por algo pero sin el dinero suficiente para comprarlo. ¿Qué quieres hermoso? me preguntaba, y si no le contestaba al momento me hacía un gesto con la mano mientras decía “Apártate un poco si no vas a comprar”.

La Tomasa, parapetada tras su carrito lleno de tesoros para el gusto y la vista, de objetos de deseo con los que soñábamos a diario, cosas que estaban tan cerca y algunas al mismo tiempo tan lejos y inalcanzables como la luna. Tesoros para los que no encontramos equivalencia hoy día porque entonces nos hacía infinitamente más ilusión un cochecillo de plástico, uno con esas ruedecillas que se torcían y estropeaban en cuanto se las apretaba un poco, que ahora uno de lujo, uno de verdad. Siempre la recordaré en actitud de paciente espera, inmóvil y sabia como una vieja araña que aguarda pacientemente a que las pequeñas e incautas moscas caigan atrapadas en su red, a que aflojaran la escasa y mil veces contada calderilla que atesoraban en los bolsillos.  Recuerdo sus  cucuruchos de pipas que los llenaba con un vasito de cristal. Cucuruchos de papel de periódico que tenían demasiados dobleces  en el extremo, demasiadas “cámaras de aire”.

Más de una vez reclamé, inocente de mí, que llenara esos huecos con pipas. Pero ya podía reclamar lo que quisiera, que ella permanecía inmóvil como una esfinge, sorda y muda, sin hacer el menor caso. Aquella actitud no me extrañaba ni sorprendía porque en esa época nadie nos hacía el menor caso, éramos invisibles para los mayores, nadie estaba pendiente de nosotros, protegiéndonos como se protege a los niños de ahora, ni teníamos las cosas que ellos tienen ahora, pero nosotros teníamos algo que valía mucho más que cualquier consola o artilugio electrónico actual: nadie nos controlaba, éramos libres para hacer lo que quisiéramos, libres como cualquier bicho de campo y el campo y el pueblo entero y la imaginación propia de la edad eran nuestra “gran consola” de juegos. También me acuerdo de otros artículos clásicos de su variada y tentadora mercancía, sus bolsas de “kikos”, sus chicles que algunos había que reblandecer con la mano del almirez porque eran auténticos cantos; sus caramelos “sacis” que teníamos que comer con el papel que los envolvía porque estaba tan pegado al caramelo que era imposible separarlo; de sus espirales  de macarrón de  regaliz acabados en una bolilla de caramelo; de sus miniaturas de plástico llenas de bolillas de caramelo de colores que sabían a rayos; de sus barritas de regaliz estriadas negras y rojas algunas más duras ya que el pedernal, pero nuestros dientes podían con todo. Seguramente aquellos productos ya estaban caducados antes de que nosotros naciéramos, pero entonces nada caducaba y todo permanecía en el puesto hasta que se vendía, daba igual el tiempo que transcurriera. Son quejas de antiguo cliente que daría cualquier cosa por estar otra vez  absorto, extasiado, maravillado frente al puesto empuñando el moquero bien anudado, en el fondo de cuyos pliegues, además de moquillos en diferentes estados de momificación, había unos céntimos, unas pesetillas el día que más, con los que comprar un trocito de aquel paraíso.

Cerré la página de Internet despidiéndome de la Tomasa. Dentro de un tiempo volveré a mirar la fotografía, a recrearme en el rostro de aquella mujer, a sentir sus ojos penetrando en  mi memoria como un cuchillo en un queso recién hecho. Y volveré a oír su palabras “Quítate hermoso si no vas a comprar” y recordaré con dolorosa e incurable nostalgia aquel tiempo en el que éramos felices con un cucurucho de pipas y una barra de regaliz.

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