Boris Pérez estaba recordando cuando fue entrenador de categorías inferiores de fútbol americano en Estados Unidos. “¿Te acuerdas de Enobab, Boris?”, preguntó su mujer. “Claro que sí”.
Enobab era uno de los jugadores, y tenía una historia especial. Al poco tiempo de nacer Enobab, su madre se marchó de casa. Nunca volvió a saber de ella. Tampoco la recuerda. Se quedó con su padre que, por un problema con ciertas adicciones, acabó en la cárcel y luego también desapareció. De este modo Enobab, siendo niño, comenzó a deambular de la casa de un tío a la de otro y a la de su abuela, pero nada definitivo. Terminó viviendo en una especie de casa de acogida con niños que vivían situaciones parecidas a la suya.
Enobab era bueno en fútbol americano. Un equipo le fichó y pasó a alojarse en una residencia de deportistas. Era un buen lugar. Practicaba el deporte que le gustaba y convivía con otros jugadores. Estudiaba y aprobaba porque temía verse obligado a abandonar la residencia si suspendía.
Para Enobab los peores momentos del año eran las vacaciones escolares, porque cierra la residencia y tiene que volver a deambular con unos familiares a los que ni quiere ni le reciben bien.
Enobab nunca se ríe. Su sonrisa es mínima y breve. Una sonrisa menguada por una vida difícil. No envidiaba a sus compañeros cuando se iban con sus padres, pero pensaba que le gustaría ver a su madre, aunque fuera unos minutos. A veces Enobab sonríe. Solo cuando olvida su situación y se siente feliz. Media sonrisa. Apenas se nota. Pero su mirada cambia. Se vuelve intensa, cómplice, vital. Enobab sonríe con su mirada.
Boris pensó que en todo el mundo hay muchos niños y niñas con situaciones parecidas a la de Enobab. Jóvenes a los que la práctica de un deporte (no importa cuál), o la realización de una actividad (da igual, desde la música hasta al espeleología), puede cambiar el camino a donde la vida les dirige. Los niños, las niñas, no es que tengan solo el derecho a ser felices, deberían tener la obligación de ser felices, y la sociedad garantizarlo.
El deporte de verdad, la actividad de verdad, se realiza a esas edades. Más allá solo son escaparates. Todo el tiempo que se dedique, todo el esfuerzo que se ponga, compensa con solo obtener a cambio esa mirada: la sonrisa de Enobab.