El salitre se le secó en la piel, sazonándola con sus diminutas lentejuelas. Lucía se tumbó en la hierba tras subir la cuesta empedrada y allí encontró un lugar para estar a solas, más allá de los juncos. Un lugar para apurar las últimas horas de aquel verano y para tostarse a fuego lento bajo el sol blanquecino del Cantábrico.

Era ya la hora del almuerzo. Los bañistas voceaban su festín de tortilla con pimientos y gazpacho mientras una radio ahogaba en la lejanía la canción del verano; los ancianos escrutaban bajo una visera la piel firme de sus nueras y sus hijos procedían de igual modo con la de sus cuñadas; entretanto, los niños observaban cómo el oleaje les iba robando las huellas.

Lucía trataba de dormir sobre la hierba, pero la brisa le aturdía los oídos mezclada con la algarabía de los bañistas. Pensó en caminar hasta el apartamento y ultimar así su equipaje. A la mañana siguiente metería la llave en un sobre y la deslizaría en el buzón del segundo efe. Gracias por todo ­–escribiría–, espero que la transferencia les llegara en orden; y después tomaría el regional de las ocho y cuarto, de vuelta a Zaragoza.

Le pesaban ahora los párpados bajo aquel sol caucásico del norte. La brisa, aterrizando entre la hierba, le hizo sentir más tarde que flotaba, como aupada por un picor de insectos. Había pasado un mes entero en aquel pueblo frente al mar y su vida había recobrado el orden –temporalmente– por primera vez en demasiado tiempo. Ahora tocaba volver a esa rutina reglamentada por decenas de compromisos inútiles: le sobraban amigos y parientes; le sobraban festejos y onomásticas; le sobraban confidencias ajenas, el amante transitorio de turno o incluso aquél que estuviera por llegar.

Contó todas las ovejitas y quedó dormida. Así fue como soñó que viajaba en aquel tren, camino de Zaragoza.

“Está sola en el vagón. En los monitores, una mujer yace sobre la hierba. La calima confunde el mar con el horizonte mientras una señal temblorosa interrumpe el plano estático del canal interno: el viento revuelve la hierba pero no el cabello de la bañista, que parece muerta.

De pronto, la puerta del vagón se abre con rumores de oleaje, aunque nadie hace después acto de presencia. La resaca suena de vuelta más tarde, y así, con un nuevo automatismo absurdo, la puerta corredera vuelve a cerrarse. La soledad es engañosa cuando trae consigo algún parásito –dice una voz por megafonía–. La soledad y la solitaria. Las paredes se pueblan entonces de una plaga invisible mientras el vagón sobrevuela ya vías y catenarias. Al fondo, la bañista del monitor comienza también a elevarse a palmos lentamente agigantados.

Lucía se toma una mano con la otra, tal vez para darse compañía. Pero esta transfiguración celestial será inútil, arruinada por el impacto inaplazable de un aterrizaje forzoso.”

Lucía despertó sobre la hierba mientras la pelota de un niño rodaba a su encuentro. Se sonrieron sin mirarse. El sol blanquecino del Cantábrico enfundaba su puñal en el reverso de una nube y así los bañistas caminaron por última vez hacia el océano. Una garganta ambulante, a lo lejos, anunciaba aún bebidas frescas.

Era el último día del verano.

*Puedes leer los anteriores #Fotocuentos aquí

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