La autoridad eclesial define la Cuaresma como el tiempo litúrgico de conversión, preparatorio para vivir en plenitud la gran fiesta de la Pascua de Resurrección, también denominada ‘Domingo de Gloria’. Es el momento  apropiado para que fluya el arrepentimiento de los pecados y cambiar de comportamientos, tratando de ser mejores y de vivir más cerca la palabra de Dios con la esperanza de poder compartir con él la vida eterna.

La Cuaresma, transcurrida este año entre el 10 de febrero y el 20 de marzo (casi en paralelo con el encargo del Jefe del Estado para que Pedro Sánchez intentara su investidura presidencial), es tiempo de reflexión, de penitencia y de conversión espiritual. Es una llamada al cambio de vida y a desarrollar una actitud cristiana en busca del perdón y la reconciliación fraterna, que se debe traducir en soportar con alegría nuestras penurias y en fomentar el entendimiento, la paz terrenal y la tranquilidad de espíritu…

Traducido al actual y delicado mundo de la política, tras la Cuaresma y la Semana Santa deberían haber concluido la autocrítica y el reajuste en el pensamiento y la acción de los partidos, el análisis y valoración del ‘debe’ y el ‘haber’ de cada uno de ellos, reflejando el saldo deudor o acreedor resultante. Tratando de ofrecer así un balance que les abra las puertas del poder, que es la garantía de la gloria terrenal.

Hablando en términos generales, si el importe del debe es mayor que el del haber, habrá saldo deudor y catástrofe política asegurada. Si el importe del haber es mayor que el del debe, el saldo será acreedor, pudiendo seguir entonces a flote la nave del sistema de la mano de las fuerzas que se hayan podido salvar de la debacle.

Y en esas estamos justamente en estos momentos, que son antesala de unas posibles nuevas elecciones generales (del 26 de junio). Pero con un balance bastante negativo para el conjunto de las fuerzas políticas, algunas de las cuales ya lo venían arrastrando penosamente a lo largo de la última legislatura, en su particular calvario electoral.

Que en los últimos comicios (europeos, locales, autonómicos y generales) el descalabro del PP y del PSOE ha sido colosal, y que su insistencia en el despropósito político sigue marcando la misma tendencia irreversible en el futuro inmediato, no lo puede discutir ningún analista sensato (los palmeros del poder son otra cosa). Lo que pasa es que Ciudadanos y Podemos como fuerzas emergentes frente a aquellas dos gastadas opciones ideológicas, parecen contagiados de su misma mala praxis partidista.

Justo en ese bochorno quedaron ya las declaraciones del ministro García-Margallo al reconocer que los resultados del PP en las elecciones andaluzas del 22-M habían sido “mucho peor, infinitamente peor del que se podía esperar”, concluyendo: “No hay motivo para la alegría”. Un recelo al que habría que añadir el de las baronías populares, que desde hacía tiempo también se han venido oliendo el desastre que iban a cosechar el 20-D, exigiendo actuaciones que nunca llegaron para relanzar la imagen pública del partido: en eso estuvieron Esperanza Aguirre, Alberto Fabra, José Antonio Monago, Alicia Sánchez-Camacho, Alberto Núñez Feijóo…

Mientras tanto, el PSOE no ha querido enterarse de la continuidad de su fracaso, que en los últimos comicios legislativos le llevó a perder otros 20 escaños más sobre los ya escasos 110 escaños conseguidos por Rubalcaba en 2011 (en 1982 González obtuvo 202). Y parece que sigue en ello.

Ambos partidos pueden continuar hundiéndose hasta cotas situadas muy por debajo de sus peores previsiones (sobre todo en pérdida numérica de votos), empujados a esa fosa por Ciudadanos y Podemos, aunque a muchos de sus dirigentes les cueste creerlo. Y lo que más duele al antiguo bipartidismo es que ese robo de la posición política ha llegado en un santiamén; con visos de acrecentarse por poco que los partidos alternativos recapaciten para abandonar los indeseables tics del sistema que han asumido con gran rapidez y torpeza, eliminando así la desconfiada que, con esa tara, comienzan a despertar en el electorado.

Ahora para capitalizar los errores del PP (algunos sin posible rectificación) se acaba de consolidar un partido de relevo, tranquilo y con planteamientos sensatos -de momento algo ingenuos- para arrebatarle el espacio centrista sin agitar el gallinero: Ciudadanos. Y para hacer lo propio con el PSOE ha surgido Podemos, que le achica por su margen izquierda el espacio de las bases sociales, claro está que de forma más tronante.

El presidente del Banco de Sabadell (entidad que no forma parte de la ‘gran banca’), Josep Oliu, persona que no parece compartir algunas actitudes de la actual clase dirigente, vio venir el fenómeno cuando en junio de 2014 reclamó “una especie de Podemos de derechas”: pues ahí están ya las dos fuerzas adversarias del PP y del PSOE a punto de desbancarles del gobierno y de la oposición. Sólo les falta auto analizarse, auto criticarse y evitar el contagio de los defectos partidistas que han venido a combatir; es decir rectificar con rapidez los errores de principiantes que han cometido desde que el pasado 20-D obtuvieron la confianza de 8.727.239 votantes.

La Semana Santa ha podido ser el momento de reflexión ideal para ello. De haberse producido tal depuración, por no decir expiación, la política más inmediata -con nuevas elecciones o sin ellas- podrá alumbrar el horizonte de esperanza que necesita el país, al igual que se oscurecerá todavía más si los miasmas estertóreos del PP y del PSOE siguen envenenando el aire fresco que parecían habernos traído Ciudadanos y Podemos.

Lo que está claro es que Mariano Rajoy y Pedro Sánchez seguirán en lo suyo después del Domingo de Gloria, tratando de recrearse en un imposible Lázaro resucitado para gozar de la vida eterna. Mucho nos tememos que para ellos -y quizás también para Albert Rivera y Pablo Iglesias- ésta haya sido una Semana Santa de pocos arrepentimientos.

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