¡Dios mío! ¡Qué tiempos tan maravillosos nos han sido dados! De semejante guisa se expresaba diariamente uno de los más brillantes educadores con los que he tenido la fortuna de cruzarme en todos mis años de formación.
Fruto he de reconocer que no precisamente del acuerdo que hacia tal respecto mi predisposición me conducía, que sí más bien de constatar la veracidad que la crónica diaria y por ende la actualidad se empeñaba en proporcionar a tan eufóricas palabras, fue por lo que finalmente hube de asumir no sin cierto desagrado la certeza por la cual la constatación de la realidad de una u otra manera perseveraba en conducirnos..
Y fue así que, poco a poco, no solo aprendí a comprender el presente, sino que mucho más allá, residiendo ahí la importancia del hecho, fui capaz de ponerlo en consonancia a propósito de lo que el pasado había dispuesto, en algo más importante, y a la sazón más vivo, que lo que puede quedar ubicado bajo el desencanto que subyace a toda forma de herencia.
En estos tiempos de duda, cuando la dificultad para encontrar sentido a las cosas termina por poner de relevancia que tal vez lo verdaderamente dificultoso pase por dotarnos de relevancia a nosotros mismos; es precisamente cuando muy probablemente haya llegado el momento de considerar que lo único evidente sea cuestionarlo todo.
Relegados a esa suerte de paradoja que se resume en la añoranza de los tiempos pretéritos, ya hayan sido estos disfrutados, o perseveren a lo sumo en el ámbito infinito de la nostalgia; lo único cierto es que alcanzado el momento en el que vivimos, al cual acertamos a llamar presente no tanto por nuestra capacidad para identificarnos en el seno del mismo, que sí más bien por la disposición para considerar el tránsito que hasta el mismo nos ha traído a partir del recuento de todo lo que hemos dejado atrás (eufemismo de lo que la tan temida crisis nos ha hecho perder, en lo que los cínicos describen el saber dejar atrás); bien pudiera ser en justicia que debiéramos empezar a tomar en serio la necesidad de valorar con cierto grado de responsabilidad las cuestiones relativas al momento que efectivamente vivimos.
Surge entonces la constatación fehaciente en base a la cual todo proceder anterior, esto es, de todo protocolo consciente o inconscientemente basado en la trasposición del pasado, tenía como única obligación trabajar al servicio del futuro ya que de otra manera, toda esperanza de superación, de proyección o siquiera de progreso, quedaría relegada a la condición de mito.
Y es precisamente a partir del contexto desvelado por esta nueva consideración, cuando tomamos conciencia no ya de la bondad o de la maldad que de manera más o menos errática se presupone en los actos de nuestros gobernantes, como sí más bien de las consecuencias que a título descriptivo de tales actos pueden extrapolarse.
Digo bien, extrapolarse, porque si algo no debemos olvidar es el hecho por el cual, y en tanto no cambie, la forma de gobierno que a día de hoy vehicula la toma de decisiones se fundamenta en la naturaleza representativa. Para quien todavía se esté preguntando por las consecuencias que tal encierra, se las resumiré: Nuestros gobernantes no son sino la proyección de nuestra imagen.
En conclusión, la incapacidad para reconocernos no solo en las formas que ni siquiera en el fondo de sea lo que sea lo que quiera que persigan los que se hacen llamar y es aun peor, actúan como nuestros gobernantes, no es sino la prueba palpable de la disolución de todo nexo que si alguna vez existió, hoy por hoy está netamente destruido, poniendo si cabe de manifiesto la desaparición de algo mucho más importante y a la sazón flagrante a saber: La comunicación destinada a hacer fluido el tránsito entre gobernante y gobernado, el cual una vez sirvió para garantizar que todos esos lemas y principios que figuran en el libro de leyes por excelencia representaran una realidad que se traducía en un comportamiento ética y moralmente inapelable.
Pero hoy todo eso ha saltado por los aires, y no ha sido de una vez, ni mucho menos por accidente. Más bien al contrario, se ha tratado de la inexorable implantación de un proceso que empezó a tomar fuerza cuando el ciudadano adquirió noción entre otras de su propia consideración, y que ha ido evolucionando (o cabría decirse que degenerando) hasta un hoy en el que la interpretación de las leyes se ha tornado en algo tan coyuntural (relativista en definitiva), que permite al individuo asumir con la misma disposición de ánimo una cosa y su contraria.
De esta manera, el triunfo de la permanente indisposición se ha hecho patente. Nada es, en tanto que la aceptación de un hecho (lo que supondría su elevación al rango de categoría) lejos de suponer una alegría (propia ésta de la satisfacción de consolidar un atributo); se torna hoy en tristeza pues la lectura que de tal afianzamiento se hace pasa más por llorar la pérdida de posibilidades que de la elección quedan atrás.
Próxima parada: El caos. Un caos que como todo lo que con el hombre tiene que ver, evoluciona. Hoy el caos no necesita ser ruidoso, de parecida manera a como las revoluciones no necesitan ubicarse en un instante determinado. De hecho una del las variables que más éxito les reporta pasa inexorablemente por la constatación de la mímesis que la aplicación de un factor otrora impensable en estos derroteros (el de la sutileza), viene a aportar a tan extraña asociación de intereses.
Y como catalizador evidente: El hacer de nuestros gobernantes. Como parte de esa nueva Lógica impuesta desde el momento en el que la nueva primacía queda implementada; la condición inexorable del carácter otrora ignorado (o sea las consecuencias dirimidas del hecho por el cual nuestros patrones son netamente representativos), fluye ahora de manera casi natural, al intuir siquiera vagamente las consecuencias de un hecho por el cual el sometimiento a criterios de procedimiento de cuestiones que nunca debieron de abandonar el terreno de lo estructural, se traduce ahora en lo inexorable de la aparente abducción que se esconde tras el silencio y la apatía con el que aceptamos casi cualquier cosa que justa o injustamente (ya sea ésta consideración cierta o falsa) venga avalada por la tesis de que “responde al justo proceder promovido por el Gobierno electo, estando además refrendado por el Estado de Derecho”.
En definitiva, puede que una vez más las expectativas sean muy elevadas.
Asumir la existencia de una línea política a la altura de las circunstancias, supone en última instancia dar por sentado que la sociedad destinada a refrendarla está también a la altura.
Para poder esperar competencia por parte de nuestros políticos, habría que ponerles a prueba. Abandonemos la apariencia del poder, para preservar así su esencia.
Si todavía nos estremecemos ante semejante augurio, es porque en el fondo unos y otros sabemos que esperar tal cosa supone, a lo sumo, un anhelo hoy por hoy indescifrable.