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La prudencia dispensa consejos, no manda ni prohíbe

Joan Martí
Joan Martí
Licenciado en filosofía por la Universidad de Barcelona.
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análisis

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Lo que es la prudencia lo sabe cualquiera. Toda lengua en cada época y en cada pueblo tiene una palabra para ello, que concuerda más o menos con las palabras correspondientes de todas las otras lenguas. Esto mismo se puede decir de su antónimo, la necedad, y también acerca de las palabras o los conceptos colindantes tales como la sabiduría y la astucia. Astuto es el que, sin otras virtudes, sólo es prudente momentáneamente; sabio, el que aplica la prudencia a su vida entera. La palabra o el concepto de la prudencia forman parte de nuestra comprensión elemental de nosotros mismos y del mundo.  

Hay ciudadanos que creen actuar por prudencia al rechazar a los vecinos que están en primera línea de contagios como los basureros, trabajadores de supermercados o el personal sanitario. Sin discernir que la prudencia se encuentra sometida al veto de la moral; lo que es prudente pero no moral es eliminado de modo incondicional, sea todo lo prudente que quiera. La moral es un asunto de la razón, ésta es, por excelencia, la instancia suprema del ser humano y de todo ser racional en general, es decir, no está condicionada ni limitada desde el punto de vista antropológico.

Otro aspecto relevante de la reflexión sobre la prudencia es el problema de la libertad. La  moral es la condición necesaria y suficiente de la libertad; pero entonces se plantea la cuestión de si las acciones prudentes pueden ser libres o son meros productos del miedo, del espíritu del tiempo, de modelos culturales etc.…

La agudeza, la prudencia y el ingenio se encuentran, por el contrario, arraigados en la aspiración humana a la felicidad. La prudencia dispensa consejos, no manda ni prohíbe categóricamente, sino hipotéticamente. La prudencia no conoce con exactitud cómo saldrá todo, puesto que los seres humanos están inexplicablemente abocados a procurar su felicidad siguiendo sus inclinaciones, pero nadie puede decir cabalmente en qué consiste el pretendido estado de felicidad.

La prudencia está sometida al veto de la moral; posee, sin embargo, la inclinación natural a sustraerse a dicho veto y arrogarse a sí misma las decisiones últimas, trastoca el orden racional partiendo de su propia naturaleza. La prudencia es, por ello, el enemigo natural de la razón, que se ve ante el deber de someter la prudencia, al servicio de la aspiración a la felicidad, a las decisiones de la moral. Aquí se encuentra la zona de conflicto entre la moral y la prudencia, entre el mandato categórico y las instrucciones de la astucia, que quiere ser más perspicaz y se sitúa en primer plano. Se abre aquí un amplio dominio en el que la moral y la prudencia no se encuentran en un conflicto irremisible, sino que son compatibles e incluso se necesitan la una a la otra.

Por otra parte, existen ámbitos en los que la moral y la prudencia son compatibles; la moral no exige a la manera estoica que se haga retroceder a las inclinaciones hasta la apatía; al contrario, cuenta el cultivo de la propia prudencia entre sus deberes imperfectos. Por lo demás, la prudencia y la moral al final, en general, deben converger, puesto que, tanto en la esfera privada como en la pública, debe probarse que seguir los mandatos de la virtud y del derecho no solamente es moral, sino además prudente.

No hay, por tanto, efectiva prudencia que no esté en armonía con la modestia, la valentía y también con la justicia. Alguien puede ser astuto en la planificación de una acción cobarde, pero con su astucia no pone en práctica la virtud de la prudencia. El criterio de una acción prudente es muy sencillo: debe encajar en la constelación de la justicia.

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