Me pregunto si el silencio tiene color. A menudo se le atribuye el negro, la oscuridad como representación visual de la ausencia de sonido, o el blanco, como icono del abismo que produce la nada antes de empezar a ser algo. Me pregunto si el sonido tiene imagen. Quizá la soledad, la del conjunto de casas derruidas de un pueblo abandonado o, en notación musical occidental, esa especie de sombrero negro a mitad del pentagrama. Tal vez el sonido tenga olfato si pienso en la pérdida del aroma a bizcocho de yogur de mi madre o del olor que desprende la piel de mis seres queridos en lo que supondría un tristísimo silencio olfativo. Pero reflexionar sobre si el silencio tiene sonido produce pensamientos vitalmente saludables y necesarios en un momento y lugar donde el ruido forma parte crucial de la cotidianidad, en una sociedad actual que goza de una privación casi absoluta del silencio. Pensar sobre el sonido del silencio aporta un razonamiento más que indispensable para dedicarse profesionalmente a la música y para descubrirla y amarla como oyente.

En esa reflexión, el silencio despierta una magia de contradicciones. A veces es inicio y a veces fin, en ocasiones resulta ser todo y en otras nada, puede tranquilizar o ser origen de tensión, rellena espacios y es rellenado por los sonidos, lo necesitamos para vivir mientras nos empeñamos en no dejarlo existir, es imprescindible pero parece inexistente, tiene peso siendo liviano, resulta difícil de definir y fácil de percibir. Y, en esta dinámica por pares contrapuestos, es usual que se considere al silencio como la antítesis de la palabra, pero palabra y silencio no son conceptos opuestos, sino necesarios recíprocamente y únicamente existentes con la identidad del otro. La pausa o silencio es un fenómeno común en la comunicación y constituye un recurso esencial para el hablante a la hora de precisar el contenido de una expresión, para multiplicar la emotividad de un enunciado, generar una duda, elaborar espacios de participación con el interlocutor o, simplemente, para respirar y, su uso excesivo, puede también interferir en la efectividad de la comunicación.

A mediados del siglo pasado, el músico y teórico americano John Cage (1912-1992), compuso una de las obras más controvertidas y, a la par, necesarias, de la música de ese período, titulada «4’33’’», una pieza de exactamente esta duración divida en tres movimientos y con una única figura musical en su partitura: el silencio. Cuatro minutos y treinta y tres segundos en los que el intérprete se mantenía prácticamente inmóvil frente a su instrumento y que no supondrían ni muchos menos una creación aislada en torno a los límites del lenguaje y a la puesta en cuestión de la comunicación, sino una más de las muchas piezas artísticas en este sentido que se produjeron a lo largo del siglo XX. La herencia del Romanticismo como resistencia a la racionalidad pura y su inquietud por lo irrepresentable, el rechazo a las formas de la cultura burguesa y la búsqueda de otros lenguajes típico de las Vanguardias y la deriva hacia un nihilismo que niega la existencia de dogmas, desembocaron en una tradición cultural de gran peso en torno al estudio del silencio y a la destrucción del lenguaje.

Dos acontecimientos impulsaron definitivamente a Cage en la composición de su pieza silenciosa. Por un lado, conocer las pinturas blancas de Rauschenberg y, por otro, experimentar la sensación de permanecer en una cámara anecoica, una sala diseñada para aislar cualquier influencia sonora externa, donde el compositor, lejos de constatar el silencio absoluto, seguía percibiendo un sonido agudo, el de su sistema nervioso en funcionamiento, y otro grave, el de su sangre circulando. “Hasta que muera habrá sonidos. Y continuarán después de mi muerte. No hay que preocuparse por el futuro de la música”, dijo entonces. La pieza de Cage mostraba así una reflexión sobre las convenciones del lenguaje musical, la duración, la notación, la instrumentación y la interpretación, sobre la importancia de la escucha y del silencio y sobre la mercantilización del arte a través de la industria del espectáculo.

El silencio se entiende con lo infinito, lo hueco, la ausencia, lo profundo, lo imaginario. La poética del silencio de Cage, influenciada sin duda por la quietud y espiritualidad zen, implica un proceso de reflexión sobre la propia música, un trabajo metamusical, la apertura hacia otro tipo de experiencias que ponen en cuestión los límites entre el arte y la vida. Su obra proponía una situación de ejecución compartida en la que el intérprete permanecía sentado al piano sin tocarlo, pasando las páginas simulando su lectura y posibilitando que los propios ruidos de la sala y del público conformaran el paisaje sonoro de la composición, mientras se facilitaba al oyente la posibilidad de centrarse en el acto de la escucha y de sus propios pensamientos. El hecho venía a demostrar que su pieza silenciosa no estaba compuesta por silencios sino por el sonido ambiente que se producía en el espacio y tiempo de forma diferente cada vez, haciendo de cada cuatro minutos y treinta y tres segundos de interpretación un momento único e irrepetible. Y es que hay silencios que dicen mucho.

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