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La pérdida de miles de vacunas por falta de jeringuillas consuma el gran esperpento nacional

Salvo honrosas excepciones, la gestión que están haciendo nuestros políticos en esta pandemia es pésima

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análisis

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Por lo visto a casi nadie se le pasó por la cabeza que harían falta jeringuillas especiales (las de “volumen muerto bajo”) para aprovechar al máximo cada dosis de la vacuna de Pfizer. Pese a que el Ministerio de Sanidad advirtió el pasado mes de junio que esto podría pasar, ningún Gobierno regional hizo acopio suficiente de las llamadas jeringas “con espacio muerto” para aprovechar la sexta dosis sobrante de cada frasco o vial. Ello ha supuesto que se estén perdiendo miles de inyecciones, sobre todo en Andalucía, Madrid y Cataluña, comunidades que han confesado abiertamente que no estaban aprovechando todo el antídoto disponible. Los funcionarios andaluces, siempre tan ingeniosos, han reconocido que sus sanitarios han desperdiciado ese preciado “culillo” vital para salvar vidas humanas; en la Generalitat de Catalunya han hecho autocrítica porque ya se sabe que los catalanes no son de tirar nada ni despilfarrar; mientras que la madrileña Isabel Díaz Ayuso ha anunciado la compra de 280.000 jeringuillas “adecuadas”, aunque habrá que ver dónde se adquiere ese material porque detrás de cada operación sanitaria de IDA siempre hay negocio, tomate o truco y uno no se puede fiar porque siempre lo está privatizando todo. Ya se sabe que en el PP (un partido que ha inventado la democracia a comisión) no se da puntada sin hilo ni se proyecta nada sin que algún empresario afín saque la correspondiente tajada.

Una vez más, cabe concluir que ha habido imprevisión, falta de diligencia e incompetencia sanitaria. Desde que empezó la pandemia hemos visto de todo: enfermeras cubriéndose con bolsas de basura porque no disponían de los equipos EPI de protección; respiradores de oxígeno fabricados con botellas y latas, con palitos y cañas, porque no había estocaje suficiente en los hospitales; y supuestos gobernantes y expertos de la OMS que nos aconsejaban no utilizar la mascarilla porque “daban una falsa sensación de protección” y favorecían la propagación del agente patógeno (finalmente se corrigieron a sí mismos, nos dijeron que era obligatorio llevarlas para evitar la transmisión y pobre de aquel que ahora se la deje en casa porque le cae el multazo del siglo e incluso una temporada a la sombra, como ya le ha ocurrido a un vecino de Castellón que se negaba reiteradamente a ponérsela). Quiere decirse que si algo sacamos en claro de este cataclismo mundial es que en España seguimos haciendo las cosas de aquella manera, improvisando sobre la marcha, parcheando, tapando grietas, mal y nunca. O sea, la gran chapuza nacional de toda la vida.

Los ciudadanos no exigimos que nuestros políticos acierten siempre (algo que obviamente sería imposible, no somos alemanes cabezas cuadradas) pero con que acierten alguna vez y trabajen con previsión, con profesionalidad, con eficacia y competencia, ya nos daríamos con un canto en los dientes. Es el caso de la campaña de vacunación. Los médicos llevan advirtiendo a nuestros gobernantes, desde hace meses, que nos iba a pillar el toro, que cuando llegaran las vacunas no tendríamos personal sanitario suficiente para administrarlas, que los hospitales ni siquiera contaban con almacenes acondicionados para el mantenimiento de las dosis a temperaturas de hasta 70 grados bajo cero y que la campaña corría serio riesgo de fracasar. A fecha de hoy apenas se ha vacunado a un millón de personas, el 2 por ciento de la población española, lo cual no significa que esa gente esté inmunizada, tan solo que ha recibido la primera dosis y que está a la espera de que le inyecten la segunda. Siendo honestos, solo unas 75.000 personas son, hoy por hoy, inmunes al virus porque ya se ha completado su tratamiento. Y pese a la lenta marcha de la campaña, el ministro Salvador Illa mantiene el calendario e insiste en que allá por el verano ya tendremos al 70 por ciento de los españoles vacunados, casi la ansiada inmunidad de rebaño, una previsión que con todos los respetos no se cree ni él en ninguna de su doble personalidad política: la de ministro y la de flamante candidato a la Generalitat de Catalunya. Ojalá nos equivoquemos y tengamos que tragarnos estas palabras, porque eso sería señal de que se han cumplido los objetivos sanitarios y empezaríamos a ver la luz al final del túnel.  

Tenemos que asumir nuestra tragedia como país. No tenemos precisamente a los mejores gobernantes del mundo. El cargo político entraña una serie de responsabilidades, mayormente responder a las necesidades de un pueblo y dar soluciones a los problemas concretos. Tomar decisiones sensatas, racionalizar los recursos, anticiparse a los acontecimientos. Aquel que no esté capacitado para cumplir con lo que exige su función de servidor público, ya sea por ineptitud, mendacidad, incompetencia o vagancia, debería dimitir de inmediato. Lamentablemente, ese verbo hace tiempo que se abolió de la vida pública española y así nos va. Los zoquetes se nos amontonan en los despachos como una pandemia mucho más peligrosa que el virus chino y así las cosas nos tenemos que tragar a toda una recua de torpes y desmañados que si no saben hacer la “o” con un canuto y van escasos de letras y de números cómo van a administrar entre miles de personas unos medicamentos que parecen sacados de la NASA. Gestionar la cosa pública es un arte para el que no todos están preparados, mucho menos el político español, que parece salido de un cómic de Ibáñez: Pepe Gotera y Otilio, chapuzas a domicilio. Por cierto, de los gobernantes jetas, cobardes y sinvergüenzas que se cuelan en las listas para que le pongan la vacuna antes que a nadie, hurtándosela a un ancianito o alguien del grupo de riesgo, ya hablaremos otro día.   

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