En España, durante muchos años, las verdades como puños siempre las decía Julio Anguita. Mientras los demás políticos jugaban a la retórica, el truco y el artificio, el Séneca de la izquierda española ponía el discurso filosófico, racional, coherente y sensato. Eran los tiempos en que el encantador de serpientes Felipe González se llevaba a los españoles al huerto con su rojerío impostado y Aznar se daba a la demagogia barata populista. Anguita, sin embargo, hacía política de la buena. Y por eso le colgaron el cartel de teórico utópico e ingenuo que nunca llegaría a nada; por eso decían de él que estaba fuera de la realidad. En este país al que dice la verdad se le coloca el sambenito de loco iluminado para desacreditarlo y a otra cosa. El problema es que Julio no era ningún chiflado de una izquierda imposible, era un filósofo, un maestro que siempre tuvo los pies en el suelo y siempre propuso ideas pensando en el bien del pueblo. El Califa de la taifa de la coherencia cada vez más menguada y reducida.

Hace seis años tuvimos la oportunidad de mantener una larga entrevista con él. Yo le pregunté, tratando de pillarle, si prefería a José María Aznar como presidente de una supuesta República antes que a un rey y él me contestó tan franca como hábilmente. “Yo quiero saber qué República queremos y ya le digo que si esa República satisface unos mínimos, aunque sea con Aznar de presidente, yo la prefiero a la Monarquía, porque a Aznar siempre se le puede cambiar, al rey no”.

La conversación siguió por estos derroteros:

−Pero Aznar presidente de una República suena algo heavy dicho por alguien de izquierdas, ¿no?…

−Pues sí, suena heavy, pero sería inevitable si apostamos por una República. Mire usted, la restauración borbónica nos ha llevado a una crisis tremenda y ahora los poderes económicos, véase las empresas del Íbex 35, el Banco de Santander y otras multinacionales han decidido cambiar la forma de Gobierno al ver lo que se les ha venido encima. Pero si Felipe VI no les sirve, no tenga usted la menor duda de que serán capaces de cambiarlo también.

−Has tratado con Juan Carlos I en numerosas ocasiones: dime una cosa buena de él y otra mala…

−Sí, he estado con él muchas veces, pero no me gusta hacer ese tipo de valoraciones que me reservo para mí. Me sumaría a algunas cosas que ya se están diciendo sobre el rey pero no a esas opiniones narcotizantes que tratan de presentarnos al monarca como el gran salvador de la democracia en España.

−¿Hay algo muy importante sobre el rey que no se haya dicho ya?

−Se ha dicho casi todo. Pilar Urbano ha contado muchas cosas de él y el 95 por ciento del documental de Jordi Évole, por ejemplo, es cierto. Por tanto, del rey se sabe casi todo, sus negocios, sus trapacerías, sus relaciones con personajes como Colón de Carvajal, etcétera. Ya hay elementos suficientes para emitir un juicio coherente sobre su reinado. Tenga usted en cuenta que el rey no juró la Constitución Española de 1978 y que en un discurso de 18 de julio de ese mismo año salió elogiando el alzamiento nacional.

−¿Entonces con qué versión de la historia prefieres quedarte?

−La versión de que el rey salvó la democracia es un cuento chino y esa imagen que ahora se quiere transmitir de un rey perverso también es mentira. Pero el problema de España ya no es Juan Carlos, sino la institución, la Monarquía en sí misma.

Todo eso lo dijo hace seis años, cuando aún no se sabía nada de las cuentas en Suiza y Panamá y de la herencia maldita de la monarquía, lo que acrecienta el valor de Anguita como político clarividente.

A Julio, como a muchos otros hombres sensibles que sufren con las injusticias del mundo, terminó por fallarle el corazón. A veces el infarto es el final lógico del hombre bueno y honesto, del hombre que sufre interiormente por los vicios y males de la humanidad. Él estaba empeñado en transformar Andalucía, España, el mundo, y cuando lo dejaron gobernar un rato, cuando le permitieron tocar algo de poder como alcalde de Córdoba, lo hizo realmente bien, demostrando que se puede ejercer la política sin engañar a nadie, siendo coherente y sin meter la mano en el cazo. Anguita pensaba que su templada tierra de soles, vinos y aceitunas nunca caería en manos de los señoritos que la saquearon y maltrataron durante siglos y esa visión de los terratenientes tomando San Telmo y de los caballistas ultrajantes entrando otra vez en su cortijo fue un nuevo golpe demasiado duro para alguien que venía del trauma de perder a un hijo en un lejano conflicto bélico: “Malditas sean las guerras y los canallas que las hacen”.

Hoy la izquierda ya no es como la vislumbró Anguita. Nuevas caras e ideas han reinterpretado a Marx, en algunas cosas no con demasiado acierto, todo hay que decirlo, si nos atenemos al éxito que la extrema derecha está teniendo últimamente entre las clases trabajadoras. Habrá que empezar a preguntarse por qué los parias de la famélica legión empiezan a dejarse seducir por el populismo neofranquista, por qué el socialismo no llega a esos barrios obreros tradicionales donde sí está llegando el fascismo. Anguita tenía las ideas claras, no como cierto sector de la progresía naif y desnortada que prueba nuevas fórmulas con gaseosa. Él practicaba una izquierda clásica, sólida, fiel a los fundamentos del materialismo histórico, dejando a un lado las modas pasajeras, los experimentos accesorios y el postureo juvenil vegano y animalista (que está muy bien pero de ninguna manera puede sustituir a la lucha de clases, hoy más necesaria que nunca). Y sobre todo, fue alguien que jamás cambió de chaqueta. Se comportó hasta el final como un Diógenes con perilla afiladamente inteligente que con su manto, su zurrón y su báculo caminó por la vida y por la política con un candil encendido buscando la verdad de las cosas y a hombres honestos. Echaremos de menos su gran corazón, sus ideas lúcidas, su prosa cervantina y elocuente y su servicio al pueblo más allá de los guiñoles, los payasos del circo y el espectáculo denigrante de la nueva política española.

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