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Los planes de estudio «técnicos y prácticos» de Celaá siembran una nueva generación de incultos

El saber memorístico, hoy denostado por los pedagogos posmodernos, enriquece y da cultura a los niños

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análisis

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La ministra Isabel Celaá quiere adelgazar los “contenidos enciclopédicos” de los planes de estudio y sustituirlos por un saber “práctico y técnico”. Su frase “no queremos cabezas llenas sino mejor estructuradas” es toda una declaración de intenciones de hacia dónde va la escuela light del futuro. Ahora bien, ¿se puede imbuir de cultura a nuestros escolares negándoles el saber memorístico y acumulativo? Difícilmente. Desde hace años, y por influencia de los psicólogos y pedagogos posmodernos, hemos asistido a un lento y progresivo adelgazamiento de esas enciclopedias necesarias que no le gustan a la señora ministra y a fuerza de adelgazar los libros y los planes de estudio hemos terminado por enflaquecer también el intelecto de nuestras criaturas. La prueba de ello es que seguimos estando a la cabeza en todas las listas de fracaso escolar de la OCDE, lo cual debe llevarnos a pensar, inevitablemente, que algo estamos haciendo mal.

Por lo visto, con los nuevos planes educativos se trata de transmitir conocimientos fáciles de digerir, conceptos claros y sencillos, cuatro ideas básicas para que los niños no se hagan un lío, sean buenos mecánicos de la globalización y tengan tiempo para las llamadas actividades extraescolares (artesanías con barro, inglés comercial o judo). Es decir, se impone la educación a píldoras, la educación líquida para tiempos líquidos.

En España lo hemos intentado todo sin éxito: el conductivismo, el aprendizaje cognitivo, el cognitivismo social, el enfoque constructivista, el cibernético y otras moderneces pedagógicas. Nada ha dado resultado. Por alguna razón, nuestros jóvenes escolares pierden el interés por los estudios a las primeras de cambio y acaban arrojándose a las aguas peligrosas del mercado laboral en oficios mal remunerados que exigen poca o ninguna cualificación. La sociedad ha instaurado el único valor del dinero, el éxito rápido y fácil, relegando el esfuerzo intelectual y la cultura como antiguallas del pasado. La mejor prueba de que la formación humanista no garantiza el éxito es Ángel Gabilondo, un filósofo que se sabe de memoria El discurso del método de Descartes pero que probablemente nunca llegará a nada, al menos mientras Isabel Díaz Ayuso siga vendiendo bulos, mezquindad, trumpismo y pan y circo a raudales, que es lo que piden los madrileños.   

El fracaso de un país hay que buscarlo en la escuela y desde los tiempos de aquella exitosa EGB de la Transición sin duda hemos ido para atrás. Desterrar el conocimiento memorístico de los planes de estudio fue un grave error porque al final los niños salen del colegio sin saber cosas esenciales para la formación del espíritu y los valores humanistas, como la teoría de las ideas de Platón, quién escribió el Quijote o qué fue eso de la dictadura franquista. Hemos arrinconado la filosofía, la literatura y la historia en el desván polvoriento de nuestras escuelas, tratamos las lenguas clásicas como muertas y las humanidades como asignaturas inútiles solo porque exigen dedicación y memoria y porque no sirven para colocarse en una compañía de seguros o en un banco y ganar mucha pasta. Al final, siguiendo esa concepción de la instrucción pública, pasa lo que pasa, que llega un señor engominado con el brazo en alto, lo cuenta todo al revés, tergiversando la historia, y acaba convenciendo al personal de que Las Trece Rosas eran unas malvadas que torturaban valientes españoles en las checas y que Franco fue un gran defensor de los derechos humanos. Nadie le rebate porque nadie sabe nada sobre nuestra Guerra Civil.

Primero sacamos la lista de los reyes Godos de las aulas (amputando una parte esencial de nuestra historia); después decidimos que leer a los clásicos aburre a los niños y sustituimos La Celestina por Harry Potter (que es más divertido y menos trágico); y al final, en el lento y progresivo proceso de aligeramiento de contenidos (más bien estupidización, alienación cultural o promoción del analfabetismo integral) hemos terminado por enseñarles lo justo para que no se cansen, no se esfuercen, ni se frustren. Hemos dejado de impartir filosofía, humanismo y civismo del bueno en las aulas y ahora nos encontramos con que nuestra muchachada, que lo ha tenido todo en la vida sin esfuerzo, huye de la Policía como los gánsteres de Chicago para refugiarse en el piso turístico y montarse el fiestón suicida y sin mascarilla que puede matar al padre o a la abuela al volver mamado a casa. Las imágenes de los agentes sacando a niñatos insolidarios hechos y derechos de debajo de la cama o de un armario empotrado dicen muy poco del futuro que nos aguarda con esta “generación covid”, más bien “generación botellón”.

A cambio de desterrar lo bueno de la cultura, gran alimento del espíritu, hemos asumido lo técnico sin rechistar (ahora lo llaman innovación), o sea el lenguaje digital, las computadoras, las tablets, las app y cómo manejarse en Twitter o Instagram, que está muy bien porque es el nuevo lenguaje planetario, pero que nunca debería sustituir a la enseñanza clásica y convencional, sino en todo caso complementar lo esencial. Lo que el maestro es, es más importante que lo que enseña, decía el psiquiatra Menninger, y ninguna clase de nuevas tecnologías producirá jamás el efecto cautivador e hipnótico de un buen profesor con una tiza y con sensibilidad leyendo en alto un verso de Machado o Federico.

Puede que el éxito de la educación no esté en memorizarlo todo, como en los tiempos de la escolástica medieval, ni en volver a aquello rancio de la letra con sangre entra. Pero a fin de cuentas uno recuerda con aprecio a sus maestros brillantes y con gratitud a aquellos que tocaron nuestros sentimientos, ya lo dijo Jung. Recordar una poesía puede salvarnos la vida. Leer 1984 puede librarnos del fantasma del fascismo. No hay aprendizaje solo con técnica y habilidad, es preciso que el niño memorice, que sude tinta delante del libro, que se empape y ame la cultura, que interiorice esa visión global de la existencia humana y la haga suya, que imprima los nobles principios en la mente porque de lo contrario estamos perdidos. Una cabeza llena de ideas siempre será menos manipulable que otra hueca aunque especializada en apretar tornillos, como aquel Chaplin de Tiempos Modernos.

Olvidar siempre es desaprender. Una de las escenas más emocionantes de la historia del cine está en Esta tierra es mía, la maravillosa película de Renoir en la que un lúcido maestro (Charles Laughton) aprovecha sus últimos momentos en la escuela pública (antes de ser detenido por la Gestapo) para dar a sus alumnos la más importante lección: la Declaración Universal de los Derechos Humanos. A cada niño le inculca un artículo mientras le acaricia el cabello o la frente; a cada uno de ellos le ilumina con un soplo de humanismo en su corazón. Y entonces el espectador comprende que esos pequeños serán verdaderos demócratas ya para siempre. “Artículo 1. Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros”, reza el más hermoso texto que haya alumbrado la especie humana y que todos deberíamos haber memorizado en nuestra más tierna infancia. Nada de eso se aprende en una clase de robótica.

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