* Modelo: Paloma Canseco. Vestuario: Noelia Ballesteros. Maquillaje: Sandra Columbus.

Llegado el momento del reparto, a Almudena, la mayor, le cedería lo más valioso: los derechos de autor de toda su obra en prosa; al mediano, Damián, le dejaría en herencia la finca de Medina Sidonia, con su colección de caballos moriscos y la exquisita bodega, así como la explotación comercial de la lírica aún inédita; pero a Sonsoles, la menor, tan sólo le caería en aquel reparto la pedrea de ese concurso absurdo, de méritos y deméritos, que suelen hacer en el momento póstumo esos padres tan severos como el suyo, el genio de Badajoz, el Premio Internacional de las Letras, el fumador empedernido…

A Sonsoles, bajo juramento de no revelar jamás el contenido de lo que había heredado, tan sólo le dieron un sobre lacrado y un largo pliego de condiciones. Hasta para entregarle la herencia su padre le haría firmar un contrato.

El contenido del sobre consistía solamente en dos palabras: el nombre entero del difunto en una línea –sin espacios–, y el término “enigma7” en la siguiente. Sonsoles nunca había soportado aquel sentido del humor tan típico de su padre –mucho menos ahora– a quien le encantaba decir las cosas siempre a medias en su vida privada, sobre todo a sus tres hijos, en un afán irritante y sádico por no hacerse entender, o cuando menos, por no hacerlo de forma evidente.

Sonsoles después revolvió el escritorio en busca de su copia del contrato, tratando de hallar algún sentido a aquellas últimas voluntades. Las dos palabras, al parecer, eran un usuario y una contraseña, y con ellas, su hija menor podría acceder a aquello que en el contrato se denominaba –en lo sucesivo– “LA NUBE”, y que en realidad no eran otra cosa que un puñado de notas de voz que había grabado su padre, durante sus últimos días, con el teléfono que entre toda su progenie –menos Sonsoles– le habían regalado por navidades.

Sonsoles no se preparó un baño ni abrió una botella de vino ni puso a quemar incienso ni encendió una vela.  Sonsoles lo escuchó aquella misma tarde cuando fue a hacer la compra, en su teléfono móvil, por fastidiarle la teatralidad al difunto aunque fuera su padre. Para abrir el primer mensaje tuvo que pulsar en la pupila de un ojo que se quedaría ya para siempre como fondo de pantalla. “A ver qué se le ha ocurrido ahora al genio”, pensó.

“He tenido que morirme, Sonsoles, para que me prestes por una vez un poco de atención. Sí, no me he portado bien contigo. Te he dejado fuera. Te he robado tu parte si lo prefieres… Un padre dice a menudo que quiere a todos sus hijos por igual, pero eso es sólo para tener la fiesta en paz y tú lo sabes. Contigo ha sido imposible, lo de la fiesta quiero decir. Ni me soportaste tú ni te he dolido yo. [Suena una tos seca y a lo lejos el patinazo de un neumático que se esfuma como un globo de feria…]

Ahí concluye el primer mensaje.

Sonsoles pulsa nuevamente en la pupila para escuchar el siguiente:

“Mejor dicho, era yo quien no te soportaba y yo también quien no te dolía, lo otro no tiene lógica… Estoy muy viejo ya para ser coherente en todo lo que digo. Pero te tengo que dar la razón en eso que tú decías tanto: lo que hago siempre es hablar de mí mismo. [Silencio. Un plástico que cruje. Un encendedor. Una bocanada.] Pero tú eras la mejor, Sonsoles. La obra póstuma. El final perfecto de un camino de imperfección. [Silencio. El ruido de un garabato en un cuaderno.] A tu lado, tus hermanos parecerían hoy un par de hienas, ¿verdad? Pero no tienen malicia. Ellos tampoco se lo esperaban, te lo aseguro. Discúlpales.”

La siguiente nota de voz sólo contiene el ladrido de un perro, y las dos posteriores absolutamente nada. Vuelve a pulsar la pupila en la pantalla cuando ya piensa que el lorito se ha cansado de la payasada.

“Hoy no estoy de humor. Hay que estar de humor para hablar contigo, no te creas. [Se le oye sonreír y luego queda unos segundos en silencio. El viento sopla como un trombonista en el micrófono. Luego cesa.] Te voy a decir la verdad: saldrás adelante. Harás tu vida, aunque es muy posible que no dispongas de todas las comodidades a las que te fui acostumbrando. Pero será tu vida. Será tuya. ¿No querías eso? Yo no hago otra cosa que darle un último capricho a mi pequeña. Tranquila, Sonsoles, no me debes nada”.

Sonsoles sonríe, pero la ira le retuerce la mueca. Un joven miedica se cambia de acera para no cruzarse con ella.

Quedaban aún dos notas de voz.

No las escuchó.

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