Si pienso en mi propia experiencia como mujer que ha asumido responsabilidades publicas desde 1982, me siento una auténtica privilegiada respecto de tantas mujeres, con méritos iguales o mayores que los míos, que no han podido alcanzar hitos semejantes.

Privilegiada, en primer lugar, por las condiciones en las que se desarrolló mi infancia y mi adolescencia. Cuando iba al colegio (finales de la década de los cincuenta e inicio de los sesenta), era la única niña cuya madre trabajaba fuera del hogar. Periodista, igual que mi padre, mi madre fue para mi una referencia muy potente, la evidencia de que las mujeres podían realizar, con éxito, actividades «masculinas». Y mi padre, a pesar de ser una persona conservadora en cuanto a sus convicciones políticas, fue mi principal estímulo en la etapa escolar: disfrutaba visiblemente si sacaba buenas notas, y casi todos los días me hacia leerle mis redacciones.

Así que crecí en una familia con una actitud nada frecuente en la España de aquella época, que me llevaron a un colegio laico de chicos y chicas, de los poquísimos que existían entonces en Madrid.

Mi seguridad en mi capacidad intelectual arranca de esos años; y tuve también el gran privilegio de culminar mi educación y de estudiar en la universidad en Roma, en un momento en el que España estaba a años luz de distancia de Italia en cuanto a la emancipación de la mujer, y en general, en todo lo relativo a las libertades civiles y a la cultura.

Todo ello me preparó para enfrentarme, con apenas 24 años, al desafío de ser la única mujer que daba clase en la Facultad de Ciencias Económicas de Sevilla (y, algunos años más tarde, al desafío de ser la primera mujer directora general de un banco en España).

A pesar de lo excepcional de mi situación, en la universidad nunca tuve los problemas de «autoridad» que algunos colegas varones me vaticinaban… Al contrario, durante siete años disfruté del respeto y de la atención por parte de mis alumnos, ejerciendo una de las tareas que más me apasionan, la docencia; hasta que me incorporé en 1982 a la Junta de Andalucía como viceconsejera de economía, y descubrí entonces la tensión permanente que ejerce la sociedad sobre los cargos públicos, muy en particular si son mujeres. Una tensión que se ha acentuado a medida que se ha deteriorado la credibilidad y la reputación de las instituciones públicas, manteniéndose un «plus» de exigencia hacia las mujeres, a quienes sin duda se les perdonan menos que a los hombres cualquier error que cometan.

A lo largo de estos treinta y cinco años, he tenido el apoyo extraordinario de muchas personas, muy en particular el de mi madre: sin su generosa dedicación a mi hijo, seguramente no habría desarrollado una actividad tan intensa y con etapas de tanta responsabilidad; o bien habría renunciado a la maternidad –como hacen tantas mujeres que no consiguen conciliar profesión y familia–.

Y he aprendido mucho sobre la posibilidad de ejercer el poder con un enfoque diferente al tradicional, al masculino. He aprendido a desarrollar capacidades muy frecuentes en las mujeres: la empatía, la intuición, la determinación… Las mujeres que llegan alto en la sociedad se han forjado en una batalla silenciosa y permanente, para demostrar que pueden hacer su tarea exactamente igual de bien –en muchos casos, mejor– que los hombres. Y muchas lo han conseguido, además, sin renunciar a su vida afectiva, a su esfera personal. La sociedad en su conjunto, a través de las políticas adecuadas para garantizar la atención a niños, a mayores y a discapacitados, debe implicarse para crear las condiciones idóneas para que la mujer desarrolle plenamente sus capacidades dentro y fuera del hogar.

Defiendo el sistema de cuotas obligatorias, en la política y en los niveles directivos de la empresa privada, como una herramienta transitoria, porque todavía queda mucho por hacer para garantizar que las mujeres competentes compitan en igualdad con los hombres.

 

Defiendo la educación en igualdad, en la familia y en la escuela, donde todavía se siguen transmitiendo estereotipos de género: nada me sobrecoge más que descubrir actitudes violentas y de dominación por parte de chicos jóvenes hacia sus parejas. Para mi, es el síntoma de que, a pesar de los avances innegables en el reconocimiento de la igualdad de género, hemos debido cometer errores muy graves en la lucha por la consolidación de determinados valores. Y también es la evidencia de que ninguna batalla por la equidad puede darse por ganada para siempre, sobre todo teniendo en cuenta las desigualdades sociales y económicas que se han acrecentado con la crisis.

Por eso creo que sigue siendo necesaria la lucha feminista, porque todavía  la mayor parte de la población mundial carece de los bienes básicos –el acceso a los alimentos, a la sanidad y a la salud– imprescindibles para construir una sociedad igualitaria. Por eso, dedico parte de mi tiempo a difundir los compromisos que todos los gobiernos del mundo, incluido el español, han asumido al aprobar la Agenda 2030 de Naciones Unidas, diseñada para hacer frente a los desafíos globales, reconociendo la interdependencia entre las cuestiones sociales, las económicas y las ambientales, desde una profunda reorientación del paradigma económico dominante. Un paradigma en el que siguen existiendo importantes discriminaciones entre la remuneración y los derechos laborales de hombres y mujeres; donde la pobreza tiene a menudo rostro de mujer; donde las pensiones reflejan las desigualdades acumuladas a lo largo de la vida laboral de las mujeres. Sí, sin ninguna duda no nos podemos permitir ni un paso atrás: por eso alzo hoy mi voz para animar a los ciudadanos de Estados Unidos para que no permitan retrocesos en conquistas sociales y civiles que afectarán, sobre todo, a las mujeres. El feminismo, hoy, sigue respondiendo a la necesaria rebelión contra toda injusticia asociada al género.

Cristina Narbona es presidenta del PSOE

 

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